Parte 2
DALIA
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Fuerza interior · Cambio · Crecimiento personal · Nuevos comienzos
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Mi vida se había convertido en una rutina aburrida, triste y complicada de sobrellevar. Levantarme temprano, alistarme para ir a la universidad, tomar clases que no me interesaban en una carrera que no me apasionaba, salir, ir a mi trabajo de medio tiempo en una cafetería, hacer tareas, dormir, y despertar al día siguiente para repetir el patrón. A veces la rutina se veía modificada, cuando mi padre decidía sacar a colación sus insistencias y reproches al no verme entusiasmada por estudiar administración, por no pensar en mi futuro y por no tomarme en serio mi vida. Vaya lío.
Tenía alrededor de nueve años cuando había sido consciente del amor que le tenía al arte. Me gustaba tomar papel, cualquier tipo de papel, y dibujar, ya fuera con lápices de colores, tizas o pinturas. Era algo que me emocionaba, que me hacía sentir feliz, y lo que, en ese momento, decía que quería hacer por el resto de mi vida. Ser artista era lo que quería ser cuando creciera.
Dean, mi mejor amigo de toda la vida, iba a casa a visitarme de vez en cuando, cuando sus padres tenían compromisos, y juntos nos pasábamos el rato, él cantando y yo dibujando, y todo el tiempo me alentaba para que practicara y no dejara de lado el anhelo que sentía por convertirme en artista y exponer mis obras en galerías.
El arte llenaba de color mi vida.
El arte me daba vida.
Pero mis padres no pensaban igual que yo. Cuando les hablé de lo que quería, alrededor de mis quince años, su reacción fue negativa, sobre todo la de mi padre, pues consideraba al arte como una pérdida de tiempo, como algo que no era productivo y que no servía para vivir. Durante mucho tiempo intenté convencerlos, en vano. Solo querían lo mejor para mí.
Muchas discusiones y mucho daño emocional después, opté por desistir, y dejé de lado el sueño que tenía, y, al mismo tiempo, me alejé del arte. Al hacerlo, mi vida perdió color, y yo misma perdí motivación, seguridad y confianza, porque me creí incapaz de defender aquello por lo que quería luchar, incapaz de hacerlo siquiera. Y así terminé estudiando administración, un cambio radical a mis aspiraciones, si me lo preguntan.
Nunca me sentí satisfecha.
Nunca logré encontrar un nuevo equilibrio, ni mucho menos el gusto por la administración.
Peor aún, nunca volví a sentirme feliz.