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Mi padre no había aprobado que quisiera dedicarme al arte. No lo aprobaba porque para él era una pérdida de tiempo, algo que no tenía un provecho real. Porque «provecho real», para él, era solo aquello que dejara dinero, y si no dejaba dinero, no era importante.
Nada de pasión por algo.
Nada de sentirse bien.
Nada de llenarse con ello.
Solo «ser de provecho».
Yo era tan diferente… quería dedicarme a algo que amara, algo que me apasionara, me hiciera sentir bien y me llenara, y eso se resumía en el arte para mí. Pero mi padre no me apoyó, y, así, me vi obligada a tomar la decisión que cambiaría mi vida.
Desde ese momento, todo se quebró.