· · · ·
Mientras hacía mi tarea de contabilidad un sábado por la tarde, harta por no lograr concentrarme, decidí dejar de lado mi cuaderno y cerrar la laptop. Suspiré con cansancio después.
—Odio demasiado esta carrera —dije con voz lejana.
Mi vista recorrió el perímetro del escritorio: la laptop y el cuaderno ocupaban gran parte del mismo, a un lado estaba un pequeño lapicero con bolígrafos de colores y un pincel, casi pareciendo un objeto que estaba puesto ahí para descontextualizar la vista; junto había un caballete en tamaño mini que Dean me había obsequiado un par de años atrás, diciéndome que si tenía momentos difíciles siempre podía recurrir al arte para relajarme haciendo cuadros en miniatura. La cuestión es que nunca había hecho uno, y, por el contrario, usaba el caballete para dejar ahí un bloc de notas adhesivas, algo que, seguramente, le haría fruncir el ceño a Dean y lanzarme un sermón de una hora.
Dean… Él siempre me estaba alentando para retomar el arte; yo siempre encontraba la manera de evadirlo. Evadirlo a él, y evadirme a mí, también.
Al estar mirando el caballete solo pude pensar en lo que decía cuando era niña sobre crecer y ser artista, y la culpa me invadió en cuestión de segundos. ¿Qué pensaría mi yo de la infancia al saber que la había defraudado? Que no había sido capaz de elegir el camino hacia nuestra felicidad, y que, por el contrario, por cobardía había optado por no tener problemas con mis padres, sacrificando así nuestro sueño.
¿Me perdonaría?
¿Me entendería?
Después de todo, por culpa mía no era feliz.