Eydell
Había dado mis primeros pasos, y ya estaba sintiendo arrepentimiento. Ni siquiera me había alejado lo suficiente de Warren y de Ayla, pero conforme mis pies me desplazaban entre los árboles, los echaba de menos cada vez más.
Porque no estaba segura de poder llegar lejos por mi cuenta.
Porque me sentía vulnerable sin la compañía de Warren.
Porque tenía miedo.
Cuando creí que había avanzado un tramo considerable, me atreví a volver hacia atrás para comprobar que Warren y Ayla estaban fuera de mi vista. En ese momento, ya estaba completamente sola. Por supuesto, el temor y los nervios era lo único que me acompañaba, junto con el latir de mi corazón golpeando con fuerza mi pecho.
Traté de enfocarme en mi entorno para no permitirle al pánico surgir y apoderarse de mí, en los árboles que con sus copas impedían la vista hacia el cielo, pero que gracias al viento que se filtraba, creaban un agradable sonido con cada hoja que se mecía. El suelo no dejaba de verse diferente, con su vegetación, su musgo, las raíces salidas, las flores…
Un dulce aroma inundó mi olfato. No podía identificarlo del todo, pero parecía una mezcla entre fresias, jazmín y begonias, aunque no veía ninguna de esas flores alrededor. Sin embargo, la fragancia era tan fuerte, que parecía como si estuviera en un jardín lleno de esas flores.
Estaba dejándome llevar por el ambiente perfumado, cuando volví a escuchar una voz, la misma que había escuchado en el túnel, pronunciar mi nombre. Me detuve en seco.
Eydell…
Sonaba lejana; sonaba como un llamado sereno, pero con la necesidad de alcanzarme.
—¿Nadur? —llamé con mi voz temblorosa—. ¿Eres tú?
No obtuve respuesta. Sólo estábamos el bosque, el aroma embriagador y yo.
—Necesito encontrarte —continué, consciente de que mi corazón latía en mis oídos—. Quiero saber por qué estoy aquí… ¿Tú me trajiste?
Esperé unos momentos antes de continuar caminando; no volví a escuchar la voz.
Conforme avancé, los árboles fueron abriendo paso a un sendero guiado por pequeños arbustos y flores. Extraño, a decir verdad, porque comenzaba a parecer un lugar muy diferente del bosque al que habíamos llegado, y me hacía sentir tanto nerviosa como fascinada al mismo tiempo.
Mientras más avanzaba, el ambiente se volvía más oscuro, pero por muy inexplicable que me pareciera, me daba la impresión de que los árboles emitían luz propia; un suave brillo que emanaba de sus troncos, de sus ramas y de sus hojas, iluminaban el sendero. No solo eso, pequeñas partículas de luz flotaban en el espacio, dando un toque fantástico con el color turquesa que emitían.
Tal vez me sentí atraída por la vista, o quizá había caído en un hechizo, pero lo cierto era que sentía la necesidad de seguir caminando, de adentrarme más a ese nuevo lugar porque, de alguna manera que no podía entender, estaba segura que si seguía por ahí llegaría al manantial. Al menos eso tenía en mente hasta que escuché el crujir de una rama por detrás de mí. Me volví con rapidez con la esperanza de que fuera el espíritu.
Sin embargo, no era Nadur. Era una niña.
Esa niña era yo.