Flor en tempestad

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—¡Quiero ser una gran artista, Dean!

—¡Seamos artistas! —me respondió mi mejor amigo con la misma emoción con la que le había dicho yo lo anterior—. Yo cantaré y todo el mundo escuchará mi música. Y tú pintarás y todo el mundo verá tus cuadros.

Teníamos entre diez y once años. Dean y yo nos encontrábamos en la sala de su casa, dibujando en el piso con lápices de colores y crayones.

—¿Te imaginas cómo sería ver un cuadro mío en un museo? —pregunté mientras veía con cariño el bodegón con ciertas deformidades que estaba dibujando sobre el papel.

—Mi mamá dice que los grandes artistas ponen sus cuadros en los museos —dijo Dean, antes de que una gran sonrisa ocupara la mitad de su rostro—. ¡Iré al museo cuando pongas tus cuadros ahí!

No podía contener mis ganas de practicar y aprender todo lo que pudiera para convertirme en lo que soñaba, una artista. Asentí con emoción ante la complicidad de Dean y continué deslizando el lápiz de color púrpura sobre la flor iris que había colocado en el jarrón de mi bodegón.




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