Flor en tempestad

Capítulo 26

Veintiséis

You are not alone. I’ve been here the whole time.

Ruelle & Fleurie

Eydell

Una pequeña Eydell me devolvía la mirada con curiosidad.

No estaba entendiendo, y ni siquiera podía moverme de la impresión. Era una versión de mí de diez años, con ilusiones expresadas en sus ojos del mismo color que los míos, marrones, que hacían juego con su piel morena, como la mía. Tenía la misma estatura que debí haber tenido por esa edad, el cabello igual de cenizo y rebelde que siempre.

Era yo, una representación exacta de mi niñez. Llevaba puesto un vestido de color azul celeste que le llegaba hasta las pantorrillas, muy similar a los que siempre me había gustado usar a esa edad.

—Eres como yo —expresó con asombro, señalándome.

Por inercia le sonreí, pero era una sonrisa muy débil, impregnada de mi confusión y el estupor en el que me sentía envuelta. Curiosamente, el vestido que yo llevaba puesto era de un azul oscuro.

—Eso parece —respondí casi en un murmuro.

Mi versión infantil sonrió ampliamente, como si verme hubiera sido lo mejor que le pudo pasar.

—¿También te llamas Eydell?

«También».

La niña tenía mi nombre, y era idéntica a mí. No sabía cómo había terminado encontrándome con mi yo de diez años, pero era una impresión que no terminaba de procesar.

—Sí, me llamo Eydell…

—¿Vienes del futuro?

Ni siquiera sé qué está pasando…

—Supongo que algo así —respondí sintiéndome extraña al verlo de esa manera.

La niña sonrió todavía más amplio, si es que era posible, hasta que sus ojos se vieron contagiados, volviéndose dos finas líneas curvadas.

¿Cuándo había dejado de sonreír así?

La pequeña Eydell se acercó hacia mí un par de pasos, y de pronto me sentí tensa. Por más que fuera mi versión pasada, no sabía quién era en realidad, si era obra de un espíritu, un producto de un hechizo o alguna magia del bosque, o simplemente, mi mente jugándome una broma. Sin embargo, no tuve fuerza para mover mis pies, para retroceder el mismo número de pasos y mantener una distancia prudente.

—¡Soy bonita de grande! —afirmó con una alegría que casi sonaba a triunfo.

Le respondí con una sonrisa, sincera en esa ocasión.

—Pero seguimos teniendo problemas con nuestro cabello —le dije, señalando con mi índice la trenza un poco floja que caía desde la parte más alta de su cabeza hacia su hombro.

Ambas reímos, y no pude evitar notar que hacía mucho, pero mucho tiempo, mi risa no sonaba así de fresca, genuina y real.

—¿Y ya soy una artista?

La pregunta me había tomado con la guardia baja, incluso la había sentido como un golpe en el estómago. La mirada que me dirigía mi yo de niña expresaba emoción, expectativa y una ilusión tan profunda, que no supe cómo podía responderle sin dañarla. Porque no, no era una artista, gracias a que yo así lo había decidido.

—Bueno… Verás —comencé, pero no encontraba las palabras adecuadas.

Es tan difícil hablar con los niños, sobre todo si te miran de esa manera…

Lo peor es que sabía que si le decía la verdad, rompería sus ilusiones, y si le decía una mentira… era como engañarme a mí misma.

—Eydell —dije al tiempo que flexionaba mis rodillas para que nuestros ojos quedaran a la misma altura—, probablemente después entiendas que no todo sale como quisiéramos.

—¿A qué te refieres? —preguntó la pequeña ladeando su cabeza.

Sentí el nudo en mi garganta.

—Nosotras… no somos artistas —admití.

Casi en cámara lenta pude ver cómo se desvanecía la ilusión de su mirada. Y darme cuenta de ello ocasionó que mi corazón se sintiera oprimido.

Hice todo el esfuerzo que pude para contener la lágrima que se estaba formando en el borde de mi ojo.

—¿No hay cuadros nuestros en los museos? —preguntó, y en su voz noté un cambio, pues del entusiasmo pasó a la tristeza.

No tuve fuerza para decirlo con la voz. Simplemente negué con lentitud.

—¿No pintamos?

—No, pequeña, no pintamos.

Su corazón se rompió. Lo supe porque bajó su mirada con desilusión, y unió sus manos para juguetear con sus dedos.

—¿Por qué no somos artistas? —quiso saber alzando la mirada nuevamente hacia mí.

Por lo menos tenía el derecho de saberlo, pese al trabajo que me estaba costando, y lo duro que estaba siendo, tanto para mí como para ella.

—No fui capaz de seguir nuestro sueño —confesé, y me fue imposible detener el resbalar de mi lágrima por mi mejilla—. Lo siento mucho, fue mi culpa. Abandoné el sueño que teníamos, te fallé.

—¿Pero somos felices?

Esa pregunta terminó por romperme. Al menos el llanto me ayudaba a liberar todo lo que estaba sintiendo en ese momento, que iba de emociones tan variadas como la frustración, la derrota, la tristeza, la impotencia, el dolor. Mi versión infantil seguía mirándome con ojos desilusionados, en sus labios ya no había una sonrisa sino una curva hacia abajo. Tal vez verla así, verme así, me dolía todavía más, porque, paradójicamente, yo me había ocasionado sentirme de esa manera.

—Es mi culpa —reconocí. Sabía que no estaba respondiéndole directamente a la pregunta de la pequeña Eydell, pero sí a mí—. Es mi culpa, por mi culpa no puedes hacer lo que te gusta, no harás nada de lo que te gusta. Lo lamento tanto, lamento no haber sido capaz de defender lo que querías…

La niña mantenía su mirada puesta en la mía, pero yo no podía soportar más. Cerré mis ojos, escuché mis sollozos, llevé mis manos a mi rostro; deseé nunca haber abandonado el anhelo de mi niñez, no haberme fallado. Quería irme de ahí, quería huir como siempre lo había hecho, porque no sabía cómo debía gestionar la situación, y no quería causarle más daño a aquella pequeña inocente que no había hecho más que tener un sueño.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.