Warren
Ya habían pasado un par de horas, y Eydell no volvía. Ayla no podía deshacerse de la barrera que nos impedía salir del túnel. Yo no aguantaba más la angustia.
Eydell se había ido sola, y no podía dejar de pensar en que algo podía pasarle; detestaba tanto estar detenido en ese lugar sin poder estar a su lado para ayudarla si hacía falta.
Lo único que me quedaba en ese momento era pedirle a Enaid que nada le pasara, y que volviera a salvo.
Eydell
No estaba entendiendo lo que pasaba, sobre todo porque en un abrir y cerrar de ojos, mi versión de niña había desaparecido, dejándome con una sensación de consternación arraigada en el pecho. ¿Había sido real? Lo que pasó, ¿había sucedido realmente?
Traté de concentrarme en la escalinata de piedra y en la voz que me había dicho que faltaba poco. ¿Era Nadur? Internamente me era imposible desechar la posibilidad de que podía ser un hechizo o una magia más allá de mi entendimiento, si consideraba el hecho de que me encontraba en un lugar sagrado, pero en otra parte dentro de mí podía sentir que en realidad era el espíritu al que durante los últimos días había estado buscando.
Bajé con pasos pausados, todavía con el sentimiento de extrañeza por no saber qué había pasado con mi yo de niña, pero todo en mi cabeza se vio opacado con lo que vi al llegar al final: era un manantial.
El manantial.
Se trataba de un lugar precioso, de una belleza que me sería imposible terminar de describir. Había una cascada cuya caída de agua lucía como un manto de algodón, tan blanco que parecía relucir, y generando una suave capa de espuma al chocar con la acumulación por debajo. El agua era de color azul vibrante, cristalina al grado de que podía ver, incluso desde donde estaba, a través de la superficie hacia el fondo. Muchas flores de colores claros rodeaban el perímetro, y cientos, no, miles de partículas de luz blanca flotaban por todos lados. Lo más hermoso de todo era el gran árbol que crecía por un lado del lago, con un tronco ancho y firme, y largas ramas de las que caían una lluvia de flores de color blanco.
Maravillada y atraída por la belleza etérea del lugar, comencé a dar pasos para acercarme, consciente del golpeteo de mi corazón contra mi pecho y de la sensación de máxima tranquilidad que me invadía por entero. Por inercia me acerqué al árbol, evitando hacer ningún ruido porque temía que se rompiera la melodía que la cascada creaba en conjunto con el susurro del viento removiendo la lluvia de flores que en ese momento estaba sobre mí.
Al pie del gran tronco me tomé un momento para inspirar el delicioso aroma que desprendían las flores, no siendo capaz de identificar el olor, pero sí disfrutando el dulzor y la frescura que llenaba mi olfato.
—Eydell.
La voz me sobresaltó, porque había sonado cercana, muy cercana a mí, y yo no había visto a nadie alrededor. Cuando me giré, a un par de pasos de mí, una mujer bellísima me devolvía la mirada con una sonrisa gentil en su rostro, la misma mujer que había visto tres veces en las estatuas de los santuarios.
—¿Nadur?
—Me alegra que al fin nos volvemos a ver.
¿Volver?
Pero eran tantas las preguntas que tenía que hacerle, que esa de pronto se vio opacada por todas las demás.
Ni siquiera sabía por dónde comenzar.
—¿Qué hago aquí? —Fue lo primero que logró salir de mi boca.
Ella no contestó al instante, lo que me dio la oportunidad de observarla con más detalle. De piel tersa y olivácea, con unos ojos almendrados de color avellana y unas pestañas voluminosas enmarcando su mirada, largas ondas castañas caían con gracia sobre su espalda. Llevaba puesto un vestido sencillo de color blanco, con las mangas largas pero abiertas desde sus codos, y detalles sutiles en color dorado y lila.
Por algún motivo, me parecía familiar.
—Traerte era la única manera en la que te podía ayudar.
—¿Es por esto? —pregunté al tiempo que sacaba mi collar y le mostraba la piedra.
La mujer asintió sin perder la sonrisa de su rostro. No podía explicarlo, pero una energía de paz y serenidad emanaba de ella, haciéndome sentir cómoda y tranquila.
—Afortunadamente lo conservabas, de lo contrario no habría podido salvarte.
—¿Cómo llegué al reino? —pregunté. Mi respiración se había agitado un poco.
—Escuché tu llamado, pero no podía hacer algo más allá que traerte a Ehaezia —explicó con voz apacible—. Tenía un favor que devolverte, así que por eso te traje.
Fruncí el ceño mientras recordaba aquel día. Antes de dejarme caer al agua, no había llamado a nadie, ni siquiera sabía de la existencia de Nadur. Entonces recordé que había tomado la piedra en mi puño y la había apretado con fuerza al tiempo que pensaba en varias cosas.
—¿Por qué no te reuniste conmigo cuando llegué? —inquirí, intentando procesar la información que estaba obteniendo.
—Me di cuenta de que no podía ayudarte si solo evitaba que te ahogaras —esclareció ella con la misma calma de antes—. Tenía que hacer algo, y pensé que si me buscabas por el reino, lograría brindarte esa ayuda que te hacía falta.
—¿Entonces fue intencional que no te encontrara en los santuarios?
Nadur asintió, la sonrisa que tenía en sus labios denotaba satisfacción.
—Un momento… Conocer a Warren, a Gilmer, a Liam y al resto, ¿fue parte de tu plan? —quise saber, de pronto sintiendo una punzada indescifrable en mi pecho.
—No, cariño, Warren te encontró porque él estaba por casualidad en ese lugar justo en el momento en que llegaste —dijo—. No tuve nada que ver con eso, ni con nada de lo que ha pasado entre ustedes.
No pude evitar ruborizarme. Y, de alguna manera, me sentí feliz de que hubiera sido Warren quien me sacara del agua, y también que no hubiera sido dispuesto así por Nadur.
—De todas formas, no entiendo —expresé confundida—, ¿por qué me hiciste ir de santuario en santuario, si lo que querías era que llegara a ti?