Flores de Colores

Capítulo 1: Tradición familiar.

Todos los días, a la misma hora, a las veintidós en punto, se efectúa el ritual más importante. Posiblemente el único que involucra a la mayoría de la familia.

Primero se quitaba cualquier cosa de aquella vieja mesa de madera que había sobrevivido varios deterioros e innumerables conflictos. Como segundo paso, casi como un baile más que una costumbre un delicado mantel con un buen bordado de flores, pajaritos o cualquier cosa media elegante que le había gustado a la tía Luisana cuando aprendió a bordar a los trece años.

Luego para evitar accidentes incómodos con la abuela Tota, se colocaba el protector de plástico para cuidar aquella blancura de unos niños torpes, adolescentes distraídos y la borrachera del tío Patricio después de una buena botella de vino.

Luego llegaron los adolescentes, Lara, Ari y Rodri, con los vasos, los platos y los cubiertos, incluso las servilletas, eligiendo en secreto sus favoritos. Los hombres de la casa, traen las sillas, incluso aquella del rincón detrás de la casa donde quedaban algunas herramientas, incluso aquellas macetas rotas con la promesa de arreglarse en algún momento, y la traían, cuidando que no se parta, a la mesa.

La abuela Tota y mamá Cintia, juntas en la cocina, bajo la excusa de cosas de mujer, hablaban mal de esas nuevas vecinas estirada mientras preparaban la comida, sin evitar soltar el típico veneno de:
—Yo no sé qué tienen en la cabeza para dejar que sus hijos sean así. Unos irrespetuosos —decía abuela Tota mientras removía la ensalada, pese a que ya lo había hecho por más de treinta minutos.

—Lo peor es que vi como peleaban con aquella pobre zapatera, la Lisa, usted la conoce ¿no? La vieja de los pelos en la nariz —decía Cintia mientras abría el horno fingiendo revisar la carne—. Pues las ví discutiendo sobre cuero de zapatos, diciendo que eran de Europa, de vaya uno a saber donde carajo, y luego critican las técnicas de limpieza de ropa —dice mientras al fin sacaba la bandeja negra llena de carne—. ¡Como si pudieran saber algo de trabajo de verdad! Por como se le ven las manos, no tocan la escoba ni para moverla de sitio.

—Bueno… pero quienes somos para juzgar —concluía la abuela Tota mientras dejaba en paz la ensaladera, y Cintia aceptó.

—Cada quien su vida, que se yo —comentaba Cintia como quien se sacudía la tierra de las manos.

En ese momento, aquel ritual de chusmerio, interrumpe el tío Pato, para cortar revisando la vieja heladera, solo para confirmar que su precioso néctar oscuro estaba sin congelarse.

—¿De quién hablamos mal? —decía mientras caminaba tranquilo hasta revisar un poco la comida, siempre atento de un descuido para probar la comida antes que todos.

—Hablar mal, dice —comentó Cintia soltando una risa sarcástica—. Claro que no —aseguraba cortando la carne—. Y para que sepas son de esas vecinitas nuevas que son insoportables.

Cintia y Pato, como desde que nacieron, eran los hermanos chismosos que mantenían en una mirada todo un mensaje.

—Bueno, ¡Ya! Los chicos deben tener hambre —dice la abuela Tota a sus hijos, mientras llegaba papá Guillermo.

—Los chicos ya se sentaron a ver sus teléfonos —avisaba dejando el machete a un lado, pues empezaron los ataques al ganado.

—Ve a buscar a los gemelos, que andan muy inquietos jugando afuera.

—Claro, claro, esos dos están cada vez más despiertos.

—Antes mamá nos castigaba si no dormíamos la siesta. Tal vez…

—Con mis nietos ni lo piensen —advertía Tota mirando a Pato mientras tomaba la ensalada y salía para el comedor.

—Ja, mamá siempre mimando a los mocosos —decía Luisana mientras robaba un pedacito de pan sumergido en el jugo de la carne.

Cintia salió de la cocina triunfante, con la fuente de carne como un trofeo humeante entre sus manos.

—¡A ver, aparten esas manos, que vengo con oro caliente! —anunció, abriéndose paso entre los platos.

Los adolescentes se estiraron como hienas bien entrenadas, pero obedecieron con respeto al aroma sagrado que traía el asado. Tota se santiguó como si fuera misa y Guillermo apareció en la puerta, empujando suavemente a los dos más chicos hacia la mesa.

Sarita y Santi entraron cuchicheando, con las manos entrelazadas y los rostros decorados con sonrisas de travesura recién horneada.

—...y entonces se rieron… pero con ruidito… ¿viste? Como si dijeran “pluf-pluf” —decía Santi en susurros, que de tan bajitos parecía que hablaba con la sombra de su hermana.

—¡Basta de secretos! —ordenó Cintia al verlos tomar asiento sin saludar siquiera—. Vayan a lavarse esas manitos. Están todas sucias, parecen haber jugado con tierra.

—Pero má… si no tenemos nada… —protestó Sarita, estirando las manos con inocencia fingida.

—¡A lavarse! —repitió ella con firmeza, mientras el tío Pato, con un gesto rápido, aprovechaba para cortar un pedacito de carne “de control de calidad”.

Los gemelos se marcharon corriendo al lavamanos, murmurando entre dientes. Lara los miró con una ceja levantada y susurró a Ari:

—¿Notaste que ya no se llevan la tablet al patio?

—Sí —asintió su hermana, bajando el celular—. Desde que encontraron esas flores raras el otro día… no tocaron más los juguetes. Ni siquiera les importó que les sacaran los peluches del cuarto.




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