Vivo per lei
Andrea Bocelli, Giorgia
𝐍𝐢𝐜𝐨
La noche iba cayendo y el cielo se empezaba a ver estrellado cuando salí del hospital hacia los altos edificios que adornaban a Midtown Manhattan.
La radio soltaba suaves melodías en mi idioma natal, lo que me recordaba a mi vida en Varazze; el sol, la playa, el verano..., todas las cosas de las que pasaba rodeado hace cinco años atrás, y que de ahora los únicos momentos de eso eran las fotografías que no me atrevía a ver aún.
Las cosas cambiaban de un día para otro sin darnos cuenta. Un pestañeo y la vida se nos escapaba de las manos, o esa misma llegaba a nosotros. En mi caso fueron ambas.
Me detuve frente a la entrada de un enorme edificio de apartamentos, y vi por las puertas dobles salir a una pequeña cabellera rubia y de ojos color miel. La puerta del auto se abrió y la nana de Aurora le ayudó a entrar en el asiento de atrás.
—Los camarones son asquerosos. Nunca hagas de esos animales en casa, papá.
Le sonreí mientras Luciana le abrochaba el cinturón.
—Ya la señorita Aurora cenó. No quiso ducharse después de clase...
—Porque hacía frío —mi niña de cinco la interrumpió.
—...y sus tareas ya están listas para la próxima semana, señor Bianchi –dijo en inglés con un acento chileno que iba entendiendo a lo largo de los años.
—Así que podemos tomar el fin de semana para ir al parque, papá.
La miré con una ceja enarcada. Buscaba cualquier vía libre para encontrar una fuente de entretenimiento, e intentaba que yo fuera parte de eso.
—Gracias, Luciana. Nos vemos el lunes.
Ella asintió con la cabeza y le dio un beso en la mejilla a Aurora.
—Pórtate bien y obedece a tu papá, ¿cachai? —le habló en español.
Aurora tenía la suerte de tener a muchas personas en su vida que le ayudaban con su desarrollo. Conmigo hablaba en italiano la mayoría del tiempo para que no perdiera las raíces de su hogar, en la escuela hablaba en inglés con sus compañeros y profesores, y con Luciana hablaba la mayoría de las veces en español, pescando una que otra palabra chilena.
Aurora asintió con la cabeza y se despidió con la mano.
Salimos del edificio para ir a las noches de los viernes en casa de nuestros mejores amigos. Necesitaba ese despeje hoy. La semana en el trabajo había sido agotadora; emergencias a cada minuto, rotando de quirófano en quirófano, atendiendo pacientes que no obedecían con las órdenes sanitarias que se les establecía...
Entendía que los hospitales eran los lugares más espantosos del planeta. Si estabas ahí es porque algo iba mal, y a nadie le gustaba estar mal, pero por más que no te gustaran, hacías lo posible por mantenerte ahí hasta que fuera seguro ir a casa... Pues esa rutina de la que estaba tan acostumbrado se salió de mis manos esta mañana.
Nunca un paciente había escapado de mi turno en tal estado; con apenas horas de rehabilitación por el montón de sangre que perdió y con una sutura de más de ocho puntos de largo. Tal vez fui un insensato al no detener la situación, pero no pude moverme del pasillo, y no por él, sino por la reacción y actuación de ella.
Sus ojos me rogaban que no me entrometiera, pero a la vez era como si pidiera ayuda a través de ellos. Su estado era como un laberinto o un rompecabezas con muchas piezas faltantes y, la mayoría de sus fragmentos, podía apostar que eran derivados al hombre que la retiró.
Subimos al ascensor hacia uno de los apartamentos de los pisos más altos y caminamos por el pasillo hacia la puerta de los Baker. Los nudillos de Aurora tocaron la puerta y unos pasos pequeños sonaron al otro lado.
—¡Hice un castillo de sábanas y mi mamá me compró peluches nuevos! —Mason, un niño un año mayor que Aurora, le habló a ella con emoción cuando abrió la puerta.
—¿Hay alguno de dragón?
—Y uno enorme, ven. —La tomó de la mano y la llevó con él por el pasillo hacia las habitaciones.
Cerré la puerta principal y me deleité con el olor a pasta que había en la cocina.
—Mi mujer te quiere más a ti que a mí —Jacob habló cuando me vio llegar a la cocina—. Hicimos un debate entre hacer lasaña o pescado para la cena, y dijo que haría pasta porque ustedes venían hoy.
—Le agradamos más que a su propio novio. No te pongas celoso, Baker.
Me senté a su lado en la isla y él me presionó el hombro con cariño. Abrió una cerveza y me la pasó.
Jacob y Johana nos recibieron muy bien cuando Aurora y yo llegamos a Nueva York. Habían sido nuestra familia desde entonces. Johana tenía un montón de hermanos en México, y Mason ya tenía un año cuando nosotros llegamos, así que fue una ayuda increíble en la crianza de Aurora. Fue como un manual con mucha información para mantener a una niña de melena rubia con vida.
Johana nos sirvió la cena a Jacob y a mí, y se retiró con dos platos más para los pequeños que andaban jugando por ahí. Los dos comíamos en silencio, escuchando un partido de fútbol americano mientras yo me hundía en mis pensamientos a la vez que escuchaba a los locutores narrar el juego.
—¿Pasa algo, Bianchi? —Jacob interrumpió el lío en mi cabeza.
Llevábamos cinco años de amistad y solo le bastaron unos meses para conocerme mejor que yo mismo. Sabía cuándo algo iba mal o cuando mi humor intentaba decir algo. Dejé el tenedor sobre el tazón y lo miré con duda antes de hablar.
—Sé que no debo entrometerme en la vida de los pacientes...
—No, no debes. Es como si yo opinara cuando arresto a alguien.
Me detuve, analizando en si era muy estúpido seguir pensando sobre eso, pero a la vez me preocupaba lo que vi. A veces no nos rodeábamos de las personas correctas, y no creía que el caso de la señorita Moore fuera la excepción.
—¿Pero...? —Jacob me incitó a hablar cuando vio mi estado de confusión.
—Hay algo que pasó esta mañana en el hospital y que me dejó un poco... inquieto.
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Editado: 20.11.2024