Finalmente llegó el tan temido día por Asunción, aún después de 13 años, doña Concepción seguía culpándola por la muerte de sus padres; "al menos tu madre seguiría viva si no se hubiera ido a cumplirle sus caprichos alimenticios a su hija" decía cada 14 de marzo sin falta, pero la jóven ya había aprendido a ignorar ése tipo de comentarios. Quizá los primeros años hasta ella misma se adjudicaba esa culpa, pero poco a poco fue aprendiendo que eso no la hacía sentir mejor y no por eso sus padres habían de resucitar.
Se levantó temprano, más de lo habitual, y luego de dejar listo todo su quehacer se fue a visitar las tumbas de sus difuntos padres al panteón, les dejo flores, les dijo lo mucho que le hacían falta y luego de secarse las lágrimas se fue a misa de nueve en el la catedral. Ése representaba el mayor consuelo para su pérdida, más por salir un rato de su infierno personal que por escuchar el sermón del sacerdote que cada año era el mismo. Pero bueno, aún así, ella comulgaba gozosa y se tomaba su tiempo.
Después de misa, salió con rapidez hacia el atrio de la iglesia y se detuvo a platicar con sus dos amigas más íntimas de cotilleo, Raquel Núñez y Socorro de Alba, ambas un par de años mayor que ella y de posición económica superior. Siempre que se veían, lo cuál sólo ocurría después de misa, se saludaban con mucho gusto y se ponían al corriente con los chismes de pueblo. Luego de un rato de plática de que tal había sido mamá, fulana se había peleado con chana y le estaban saliendo canas a perengana una de ellas llamó la atención de Asunción mientras estaba perdida en sus pensamientos.
—Asunción, no mires hacia tu derecha pero hay un jóven que no ha dejado de verte desde que terminó la misa. —dijo Socorro conteniendo la risa.
—¿No es el hijo del taxista? —respondió Raquel en afirmación a lo que la otra decía.
Una vez que Asunción escucho esas últimas palabras y cito "hijo del taxista", se quedó boquiabierta y volteó sólo para confirmar las sospechas que se temía. El joven interesado en ella era Felipe Castelán, el chico de la mirada de infarto que había logrado alterar sus nervios un par de semanas antes.
—Pues el chico no es feo, ¿O sí? —dijo Socorro lanzando miradas coquetas hacia él.
—No, para nada. De hecho creo que hasta es guapo. —respondió Raquel imitando el gesto de su amiga. Sin embargo, ambas pasaron totalmente desapercibidas para Felipe, la única que ocupaba toda su atención como la primera vez era Asunción.
Una vez que llamó su atención, Felipe comenzó a acercarse hacia ella. Sin embargo, ella no pudo lidiar con tal atrevimiento y luego de disculparse con sus amigas, salió corriendo. Por un momento, él pensó en correr tras ella pero se detuvo luego de razonar un poco y darse cuenta de que quizá sería demasiado para ella, así que prefirió acercarse a sus amigas.
—Buenos días señoritas, disculpen que las moleste pero su amiga ha llamado mi atención y me gustaría saber su nombre.
—¡Asunción! —respondieron ambas al unísono.
Mientras tanto, el objeto de atención no paraba de correr ni lo había de hacer hasta llegar a casa. En su mente no concebía cómo un completo desconocido podía tener semejante atrevimiento de intentar acercarse a ella. Pero, por otro lado, no podía negar que había sentido el mismo sudor en la frente así como el latir desenfrenado de su corazón igual a la primera vez que lo vió.
Para él, el día fue eterno, como era habitual, estuvo todo el día sentado como copiloto en el taxi de su padre. No veía la hora de manejar su propio taxi pero esperaba que fuera pronto, así podría generar sus propios ingresos y poder mantener a la familia que tanto esperaba con ansias formar. Desde hace ya algunos años, la muerte de su hermano más querido, Hermenegildo Castelán, había despertado en él un instinto paternal que lo agobiaba día con día, sentía la necesidad de tener a alguien a quién proteger como una esposa o un hijo y tampoco veía la hora de hacerlo.
Para él la vida tampoco pintaba tan bien como hubiera querido, desde pequeño, su sueño frustrado más grande que había de mantenerse así, como un simple sueño, hasta el día de su muerte era el de ser doctor. El mayor impedimento fue su situación económica, su madre, la señora Rocío García, solía decirle desde que él tenía memoria »ay mi Jelipito, o te cumplo tu fantasía, o le doy de comer a tus siete hermanos«, con esto le daba a entender que en la familia no había lugar para profesionistas, y menos siendo el hijo mayor, porque parte de la responsabilidad de la manutención de sus hermanos caía sobre él.
Mientras tanto, la tía Concepción seguía buscando hacerle la vida imposible a su querida Asunción. Realmente no era que tuviera algo contra la pobre huérfana, lo que pasaba era que le pesaba mantenerla y se sentía mejor cuando le chingaba la existencia. No podía concebir la idea de que su sobrina nieta fuera feliz aún cargando con la culpa de haber "matado" a su propia madre, así que le gustaba pensar que Dios le había encomendado la tarea de borrarle la sonrisa siempre que viera el más remoto vestigio de felicidad en la joven. Alguien que ha matado a sus padres merece el castigo divino de la mano de Dios, pensaba para sí misma sin saber que el verdadero propósito de esos pensamientos era aliviar la culpa misma de tratar de esa manera tan cruel a la pobre criatura inocente y por encima de todo, adjudicárselo a las órdenes imaginarias de Dios que su cabeza fabricaba para su consuelo.
Pasaron los días y con ellos la tristeza habitual de la semana de luto anual de la familia Ascárraga, todo volvió a la normalidad y los rosarios con pancito de dulce y café terminaron. Asunción ya había logrado aprenderse de memoria los horarios del tío Fernando para saber cuándo debía salir de la casa con la intención de no quedarse a solas con él. Era algo que había tenido que aprenderse con los años para proteger su cuerpo de las caricias indeseadas.
Ya sabía que los martes en especial debía hacer el mandado justo a las 11 de la mañana, que era la misma hora en que la tía llevaba a Remedios y Milagros a confesarse y el tío llegaba a almorzar, así que si ella no salía de casa a esa hora, sabía que para el tío sería la hora feliz o mejor dicho la hora del acoso. Quizá Fernando no era tan mala persona en el fondo, simplemente había aprendido a desahogar el dolor de la pérdida de la difunta esposa Felicia Ascárraga con el cuerpo pulcro y hermoso de la sobrina. Pero aún así, no hay nada que justifique una acción tal como perpetrar de esa manera tan horrible la inocencia de una mujer.