Flores en la tormenta

Capítulo 1

El miedo a los cinco años es una cosa absoluta. No razona, no negocia, simplemente ocupa cada rincón de tu ser, denso y sofocante como una manta pesada en pleno verano. Para Leo, esa noche, el miedo tenía la voz de un trueno que estallaba justo sobre el tejado de su casa y la forma de unas sombras danzantes y monstruosas que los relámpagos proyectaban en la pared de su habitación. Cada destello de luz blanca congelaba por una fracción de segundo la silueta torcida del roble del jardín, transformándolo en un gigante de dedos huesudos que quería atraparlo.

Se encogió bajo la manta, haciendo de su cuerpo una bola pequeña y temblorosa. Las lágrimas calientes le mojaban las mejillas y apretaba los puños con tanta fuerza que las uñas le clavaban medias lunas en las palmas. Quería gritar por su madre, pero la vergüenza de ser un "niño grande" que aún temía a las tormentas le sellaba la boca. Solo podía cerrar los ojos, sumergirse en la oscuridad detrás de sus párpados y esperar a que el mundo dejara de enfurecerse.

Fue en ese refugio forzado, en la negrura total, donde comenzó la magia.

No fue un cambio brusco. Fue una transición suave, como cuando se disuelve la mantequilla en una sartén caliente. Primero, el sonido. El estruendo atronador del trueno se desvaneció, no de golpe, sino alejándose, como si alguien le bajara el volumen al mundo, hasta ser reemplazado por un susurro suave, profundo y rítmico. Era un sonido que no conocía, el sonido del viento acariciando miles de tallos. Luego, el olor. El aroma metálico del ozono y el del piso mojado se transformaron en algo dulce y cálido, a tierra seca, a miel silvestre y a sol sobre el pasto.

Por último, la sensación. La áspera textura de las sábanas contra su piel fue reemplazada por una suave brisa que le acariciaba los brazos.

Leo abrió los ojos con cautela.

Ya no estaba en su cama. Estaba de pie, con sus pequeños pies descalzos hundidos en una tierra suelta y fresca. Ante él se extendía un mar interminable de color oro. Tallos altos y elegantes, de flores de todos los colores , se mecían a su alrededor en una danza hipnótica, sus pétalos inclinándose ante un compás que solo ellas escuchaban. El cielo sobre él era de un azul profundo y despejado, salpicado por solo unas pocas nubes algodonadas que navegaban sin prisa. La tormenta, el miedo, su habitación... todo había desaparecido. Todo era paz, calma y una belleza que le quitaba el aliento.

Y entonces, la vio.

A unos metros de distancia, una niña estaba sentada en un pequeño claro entre el trigo, jugando tranquilamente con un puñado de piedrecitas lisas y blancas que sacaba de un bolsillo de su vestido. No podía tener más de su edad. Llevaba un vestido blanco sencillo, un poco pasado de moda, con pequeños bordados azules en el cuello y el dobladillo. Su cabello, de un color castaño o, estaba recogido en dos trenzas desordenadas de las que escapaban rizos rebeldes que enmarcaban su rostro. No parecía tener miedo alguno. Parecía... en casa.

Al sentir su mirada, la niña alzó la cabeza. Sus ojos eran de un color miel, y lo observaron con una curiosidad serena y directa que desarmó por completo a Leo. No era la mirada vacía de los extraños, ni la mirada condescendiente de los adultos. Era una mirada que parecía verlo, realmente verlo, por primera vez.

—Hola —dijo la niña. Su voz era clara y dulce.

Leo no supo qué responder. Solo se quedó mirándola, la boca ligeramente abierta, el corazón aún latiendo con fuerza, pero ahora no por el miedo, sino por un asombro que le expandía el pecho.

—¿Dónde estamos? —logró balbucear al fin, su propia voz le sonó pequeña y lejana.

—En nuestro campo —respondió ella, como si fuera la respuesta más obvia del mundo. Señaló a su alrededor que abarcaba todo el horizonte dorado. —A mí también me gusta venir aquí cuando afuera hay ruidos feos.

"¿Afuera?". Leo entendió al instante. Ella también venía de un "afuera" que podía dar miedo. Una oleada de alivio y de una conexión instantánea lo inundó, rompiendo el último resto de su timidez.

—Yo... yo le tengo miedo a los truenos —confesó, sintiendo que podía decírselo todo, que sus secretos más vergonzosos estaban a salvo con ella.

La niña se encogió de hombros con una naturalidad desconcertante. —Son solo luces muy grandes y gritonas. Aquí no pueden entrar. Mira.

Extendió su manita hacia unas flores que estaba a su alcance. Para asombro absoluto de Leo, las flores se iluminaron con una suave luz dorada desde su interior.

—¿Cómo hiciste eso? —preguntó, sus ojos abiertos como platos, brillando con un reflejo de aquella luz mágica.

—No sé —dijo ella, y una sonrisa juguetona le llegó a los labios por primera vez. —Solo... pasa. Cuando estoy aquí, las cosas a veces... brillan.

Corrieron juntos entonces. Atravesaron los pasillos que sus pequeños cuerpos abrían un jardín lleno de flores, riendo con una libertad que Leo nunca había sentido. El sonido de sus risas se mezclaba con el crujir de los tallos. Ella le mostraba flores diminutas de color azul que crecían debajo de un árbol muy grande y le señaló un par de pájaros que cantaban una melodía que no existía en el mundo real. Leo olvidó por completo la tormenta, su habitación, el miedo. Este lugar, este campo dorado con la niña de los ojos de miel, era más real que cualquier cosa que hubiera vivido antes.

No supo cuánto tiempo pasaron allí. El tiempo en el sueño parecía no seguir reglas, estirándose como un chicle o comprimiéndose en un segundo. Pero en un momento dado, sintió una extraño jalón , como si un hilo invisible unido a su cuerpo empezara a estirarse. Los colores del campo empezaron a desteñirse ligeramente, como si un velo gris se interpusiera entre él y el mundo, y los contornos de la niña se volvieron un poco borrosos alrededor de los bordes.

Una punzada de pánico y tristeza, mucho más aguda que el miedo a los truenos, lo atravesó.




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