Flores en la tormenta

Capítulo 2

La vida en el afuera se había teñido de una nueva normalidad. Para Leo, el mundo ahora tenía una capa adicional, un filtro invisible que constantemente comparaba todo lo que veía, olía y sentía con la memoria imborrable del campo de flores. El césped del parque era demasiado verde y uniforme, carente de la magia salvaje de las flores soñadas. El cielo, a menudo grisáceo por la contaminación de la ciudad. Y los otros niños... los otros niños eran ruidosos, predecibles. Ninguno tenía la serenidad ni la mirada que lo veía tan directamente como lo hacía Goretti.

Se había vuelto un niño más callado, más observador. En la escuela, a veces se quedaba mirando por la ventana, perdido en la memoria de aquel lugar. Su maestra comentó en una reunión que "Leo parece estar en las nubes". Su madre se preocupó, atribuyéndolo a un posible retraso en la adaptación escolar. Pero Leo no estaba en las nubes. Estaba, con toda su concentración en ese campo de flores.

Pasaron semanas, luego un mes, y luego dos. La ansiedad comenzó a crecer en su pequeño pecho como una enredadera. ¿Y si había sido solo un sueño excepcional? ¿Y si no podía volver? ¿Y si Goretti se cansaba de esperar? Esa duda se convirtió en un nuevo tipo de miedo, más sutil y corrosivo que el de los truenos.

Hasta que llegó el invierno. Una noche particularmente fría, con un viento cortante que pasaba por las aberturas de su ventana. Leo se acostó con mucho cansancio. Cerró los ojos, no con esperanza, sino con resignación, aferrándose al recuerdo como a un salvavidas.

Y entonces, sintió el calor.

No fue el calor de las mantas, sino ese mismo calor familiar que emanaba del sol soñado. El frío se fue, el silbido del viento se transformó en el susurro de los tallos, y el olor a nieve inminente se convirtió en el dulce aroma a miel y tierra.

Abrió los ojos, y ahí estaba. No exactamente en el mismo campo, sino en un claro invernal dentro de ese mismo mundo. La hierba estaba cubierta de una escarcha que brillaba como diamantes bajo la luz de una luna grande y plateada. Las flores no estaban marchitas, sino que parecían dormidas, sus pétalos cerrados y cubiertos por un polvo de hielo. Era el mismo lugar, pero cubierto por una nieve muy blanca.

Y en el centro del claro, sentada sobre un tronco cubierto de musgo, estaba Goretti. Llevaba un abrigo grueso de lana color crema y unas botas Al verlo, sus ojos de miel brillaron con una alegría .

—¡Lo lograste! —exclamó ella, saltando del tronco y corriendo hacia él. —Sabía que volverías.

—Te extrañé —fueron las primeras palabras de Leo, sinceras y urgentes. —Pensé que no podría regresar.

Ella le tomó de la mano. Sus manos, a pesar del escenario invernal, estaban calientes. —Siempre se puede regresar. Solo hay que recordar el camino.

Esta vez, no corrieron. Caminaron de la mano por la nieve, hablando. Leo le contó sobre su escuela, sobre el fastidio de las clases de matemáticas, sobre el niño que se burlaba de él por ser callado. Goretti lo escuchó con una atención absoluta, sin interrumpir, como si cada detalle de su vida mundana fuera la historia más fascinante.

—A mí no me gustan las matemáticas tampoco —confesó ella luego—. En mi casa, a veces es... ruidosa. Por eso me gusta venir aquí. Es silencioso.

Fue la primera pista que Leo tuvo de que el "afuera" de Goretti también podía ser difícil. Quería ser para ella el mismo refugio que ella era para él.

—¿Podemos venir aquí siempre? —preguntó Leo, deteniéndose para mirarla fijamente. —¿Prometemos que siempre nos encontraremos aquí, sin importar qué pase?

Goretti lo miró, y por un momento, la serenidad de sus ojos se quebró con un destello de algo más serio, casi triste.

—No siempre podemos controlar cuándo venimos, Leo —dijo con una sabiduría que iba más allá de sus años. —A veces el sueño no llega. Pero... —apretó su mano—, prometo que mientras pueda, siempre te estaré esperando. Y tú me esperarás a mí.

—Es una promesa —susurró él.

Ella sonrió. —Es una promesa.

Extendió su mano libre hacia un arbusto cercano, cuyas ramas estaban cubiertas de flores. Al instante, las flores se iluminaron con una luz morada y plateada, como si contuvieran estrellas capturadas en su interior.

Leo supo entonces, con una certeza aún más profunda que la primera vez, que esto no era un escape. Era un compromiso.

A la mañana siguiente, Leo despertó con una sonrisa en el rostro. El mundo "exterior" no parecía tan gris. En el colegio, cuando el niño que se burlaba de él lo empujó en el pasillo, Leo no se echó a llorar como la vez anterior. Simplemente se levantó, se sacudió el polvo y siguió caminando. Llevaba consigo un secreto cálido, la memoria de una promesa hecha bajo la luz de las estrellas de hielo. Tenía un lugar al que pertenecer, una persona a quien volver.

La vida de "adentro" no solo era más real. Ahora también era más fuerte.




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