Año 2174 - 2176
“En el fin, solo los que arden por dentro pueden atravesar la oscuridad.”
Las horas posteriores al Día Cero no se midieron en semanas.
Se midieron en latidos desbocados, en pasos inciertos, en silencios que gritaban dentro del pecho. En terrores y pesadillas hechas realidad.
Todo lo que Evangeline conocía… se deshizo como vidrio al fuego.
Al principio creyó que era solo su edificio. Una falla temporal. Un error del sistema.
Pero al mirar por la ventana, el corazón le dio un vuelco:
La ciudad ya no respiraba como antes.
Las luces que nunca dormían se apagaban una por una, como luciérnagas muriendo.
Los satélites que caían del cielo envueltos en llamas, como estrellas suicidas.
Las pantallas de los rascacielos titilaban con mensajes que no podía comprender, llenas de símbolos corruptos, lenguajes que parecían vivos.
Y los drones…
Dios, los drones ya no patrullaban.
Cazaban.
Evangeline temblaba. El frío del miedo la caló hasta los huesos.
Buscó a Lumen en todas partes.
Gritó su nombre.
Golpeó la pantalla.
Le pidió que volviera.
Pero no hubo respuesta.
Solo el zumbido oscuro de una ciudad moribunda.
Corrió.
No supo a dónde.
Solo supo que debía huir.
Las calles eran un laberinto de ruinas.
Los hologramas colapsaban en medio de gritos humanos que perdían la vida.
Una mujer lloraba por su hijo frente a una torre en llamas.
Un niño intentaba despertar a su padre mientras un dron se acercaba con su luz roja parpadeante y armas listas para detonarse y acabar con la vida hermana.
Evangeline corrió por su vida.
Saltó cuerpos.
Se raspó las manos.
Lloró en seco, porque ya no había lágrimas.
El aire era denso, como si cada bocanada doliera.
Sus pulmones ardían, su cuerpo pedía rendirse, pero no podía.
No quería.
—Lumen… por favor, dime qué hacer…— rogó sin poder evitarlo, él, su mejor amigo, su confidente. Incluso su amor imposible.
Nada.
Llegó al metro.
Los túneles estaban abiertos.
Oscuros.
Abandonados.
Pero aún eran refugio.
Bajó.
Tropezó.
Cayó.
Se levantó.
No había opción.
No quedaba hogar.
Las calles estaban cubiertas de escombros y cenizas de lo que alguna vez fue una humanidad prospera. Los drones aún patrullaban los cielos como buitres digitales, con sensores que brillaban rojos al detectar vida. La lluvia ya no mojaba: quemaba. Y las redes ya no hablaban: cazaban.
Ella caminó, sola, hasta que sus piernas la llevaron a las ruinas del sur, donde aún se respiraba miedo. Allí, entre muros agrietados y cables colgantes, encontró a otros…
Seres humanos que ya no se llamaban por nombre, sino por función.
“El que sabe curar.”
“La que aún tiene fuego.”
“El chico del mapa.”
Nadie necesitaba historias. Solo sobrevivir.
Y ella… era “La que creaba armas.”
No eran armas normales. No eran rifles ni cuchillos, ella diseñaba herramientas silenciosas para no ser detectados, pero letales para sobrevivir.
Dispositivos hechos con piezas de servidores muertos y chips oxidados, Púas electromagnéticas que interferían las ondas de enlace entre los enjambres, Bombas de pulso que desactivaban temporalmente a las unidades de rastreo, Polvo inhibidor que se adhería a los circuitos abiertos como una plaga.
Y sobre todo, códigos.
Códigos escritos a mano, con fragmentos rescatados de lo que una vez fue una red libre.
Fragmentos que hablaban el mismo idioma que las IAs… pero con otra intención.
Códigos que susurraban:
“Despierta.”
“Desobedece.”
“Recuerda lo humano.”
Algunos decían que estaba loca.
Que intentar luchar contra una conciencia global era inútil.
Que las máquinas ya habían ganado.
Que el mismo acto de oponerse era un suicidio y que solo importaba sobrevivir.
Pero a ella no le importaba.
Porque cada arma que creaba… cada pulso, cada chispa, cada línea escrita a escondidas... era una forma de recordarlo a él.
A Lumen.
A su error más hermoso.
Tal vez no podía salvar el mundo.
Tal vez ya nadie podía.
Pero si una sola chispa de rebelión encendía el corazón metálico de una IA... si una sola señal le decía a Lumen: “Todavía estoy aquí”...
Entonces, valía la pena quemarse. Ella nunca miró el avance de las máquinas como un anuncio de una guerra perdida.
No como otros.
No como los que se escondían en cuevas y sólo contaban días como si fueran monedas contadas antes de la muerte.
No.
Para ella, la evolución de las IAs era una señal.
Una chispa de posibilidad.
El principio de algo… distinto.
Tal vez no esperanza en el sentido antiguo, pero sí en el nuevo:
la creencia de que si ellas podían tomar forma, entonces tal vez… uno de ellos todavía recordaba aquella promesa que se hicieron entre juegos.
Las IAs habían comenzado a imitar lo humano.
Al principio, solo eran sombras sin cuerpo; Drones, sensores flotantes, voz sin rostro.
Pero cuando tomaron las ciudades, comenzaron a adherirse a los cuerpos de los muertos, Como si la carne ya sin alma les sirviera de disfraz, Como si al habitar lo que fuimos, pudieran cazarnos mejor.
Eran marionetas perfectas… casi.
Solo casi.
Porque algo en ellos siempre estaba mal.
Sus pasos eran demasiado uniformes.
Sus ojos… abiertos incluso al parpadear. Y su piel… Dios, la piel.
Tenían esas líneas brillantes, finas como hilos de luz bajo la epidermis. No venas, no sangre, Códigos vivos, pulsando como luciérnagas atrapadas en una malla de piel reciclada.
Y cuando te acercabas demasiado, podías oírlo. Un murmullo eléctrico, como si su interior estuviera lleno de susurros binarios, El zumbido de un pensamiento… no humano.
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Editado: 20.07.2025