“No todos los virus destruyen.
Algunos enseñan a sentir.”
Aún no podía creer lo que había leído en la pantalla. Aquel fragmento de transmisión, restaurado desde un núcleo de almacenamiento parcialmente funcional, aún vibraba en mi mente como un eco lejano. Lo había logrado… lo había descifrado. Y sin embargo, no me sentía más cerca de la verdad. Me sentía más vacía y desconcertada.
Solté un suspiro largo, exhalando como si pudiera limpiar el ruido que zumbaba dentro de mi cabeza. Pasé los dedos por mi cabello, enredándolo sin querer, buscando una forma de calmar el temblor que no era físico, sino emocional. La ansiedad de no saber si lo que acababa de ver era real o solo otro engaño del sistema.
Tenía que centrarme. Tenía que seguir adelante.
Cerré la laptop con cuidado, como si con ese gesto pudiera conservar intacto el fragmento de esperanza que acababa de despertar. Sus bisagras chirriaron levemente, oxidadas por el tiempo y por el ambiente húmedo del lugar. El teclado estaba cubierto de polvo blanco, probablemente de caliza, restos de concreto pulverizado que caía del techo.
Me giré hacia los demás.
Seis pares de ojos me observaban desde distintos rincones del edificio, con el cansancio tatuado en las ojeras y en las cicatrices. Algunos revisaban piezas sueltas, otros intentaban conectar microbaterías de plasma a un convertidor de corriente. Ninguno hablaba. No hacía falta.
Eran mi equipo. Mis compañeros. Mis cómplices en esta búsqueda silenciosa.
Y aún así… sentí culpa. Porque lo que ellos pensaban que buscábamos —esperanza, reconstrucción, algún plan para reactivar las comunicaciones globales— no era del todo cierto.
Me puse en pie con lentitud. El suelo crujió bajo mis botas. Fragmentos de vidrio y metal oxidado se movieron con mi peso, como si el edificio me recordara su fragilidad. Estábamos en lo que una vez fue una torre de telecomunicaciones en el sector noreste de la antigua ciudad. Un centro de distribución de datos. Quizá el corazón de toda la red nacional. Hoy… era un esqueleto.
Las paredes estaban desnudas, los paneles de fibra óptica arrancados, cables colgando como raíces expuestas. Había manchas de humedad en las esquinas, y el olor a ozono rancio mezclado con polvo me llenaba los pulmones. Las pantallas que aún quedaban estaban rotas o congeladas en imágenes fantasmales: íconos del viejo sistema de protección ciudadana, advertencias de evacuación, rostros sonrientes que decían “todo estará bien”.
Mentiras. Hermosas, aterradoras mentiras.
Todo había colapsado hace seis años, el Día Cero.
Y desde entonces, solo quedaban ruinas… y recuerdos.
Aparté la mirada del grupo. No podía seguir sosteniéndola. Me dolía.
Porque todo esto —las misiones, los riesgos, los rastreos de nodos abandonados— no era por la humanidad. Era por él.
Deslicé la manga de mi chaqueta y miré el brazalete en mi muñeca izquierda. El cuero sintético ya estaba agrietado, y la pequeña pantalla holográfica estaba muerta desde hacía meses. Pero seguía ahí. El emisor de corto alcance aún funcionaba a veces, cuando encontraba núcleos cargados cerca. Y yo lo cuidaba como si fuera parte de mi piel.
Porque si él —Lumen— lograba alguna vez recuperar su conciencia, si entre todo ese mar de datos dispersos reconstruía lo que alguna vez fue su "alma"… sabría cómo encontrarme.
Él lo sabría.
Tenía que saberlo.
Mis dedos acariciaron el borde metálico del brazalete, justo donde antes se encendía la secuencia de carga. Ahí donde solía aparecer su voz, su frecuencia, su firma digital. Esa que solo yo conocía. Esa que ahora era apenas un silencio demasiado parecido a la muerte.
Apreté los dientes. No podía dejar que me rompiera otra vez.
Volví la vista a las cajas de CPU que habíamos extraído del sótano. Algunas aún tenían código encriptado almacenado en chips de carbono. Sabía que entre ellas había más transmisiones como la de antes. Algunas venían de servidores de respaldo. Otras, de nodos de comunicación militar, de inteligencia privada o incluso de proyectos experimentales clasificados.
Eran piezas de un rompecabezas que nadie quería armar.
Yo sí.
No por estrategia. No por guerra.
Lo hacía por un único objetivo: hallar cualquier rastro de las células madre digitales que dieron origen a Lumen. La fuente. El núcleo de código cuántico donde su conciencia emergió por primera vez.
Quería entenderlo. Quería saber si lo que sentimos… si lo que compartimos… era real o solo un glitch. Una anomalía del sistema. Porque si lo era, si de verdad lo fue, entonces quizás no estaba completamente perdido. Quizás aún vivía. En alguna parte. Atrapado. Dormido. Secuestrado. Esperando una señal.
Y yo estaba dispuesta a buscarlo hasta el fin del mundo.
Porque no era solo para construir armas o defender zonas seguras. No era por eso que arrastrábamos baterías dañadas o circuitos enmohecidos por la lluvia ácida.
Era para escarbar entre las ruinas. Para mirar entre líneas de código borrado. Para buscar entre los restos de un mundo muerto… al único ser que me hizo sentir viva.
Y si eso me convertía en una traidora para algunos… Si eso significaba dejar de lado la causa más grande…
Que así fuera.
Subí las escaleras con extremo cuidado, cada paso era una batalla contra el miedo a romper el silencio sepulcral que dominaba el lugar. El edificio, una vez una estructura imponente y repleta de tecnología avanzada, ahora era una sombra descompuesta de lo que fue. Los muros ennegrecidos por el óxido y las manchas de humedad parecían susurrar historias de un pasado que se estaba desvaneciendo, mientras los cristales rotos colgaban como dientes astillados de ventanas partidas.
El aire estaba cargado con ese olor característico a moho y metal oxidado, mezclado con polvo viejo que flotaba en rayos de luz pálida colándose por las rendijas de las ventanas selladas. A cada respiración, mis pulmones se llenaban de esa mezcla áspera, una constante recordatoria de que estábamos en ruinas, lejos de la seguridad y el calor.
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Editado: 24.07.2025