—Todo empezó demasiado rápido —dice, temblando sólo de recordarlo—. Un hombre tocó el timbre y me dijo que era el plomero. Le abrí, porque mamá me había dicho que iba a llegar...
Eran las cuatro de la tarde. Afuera, el cielo se cubría de nubes, como si el clima supiera lo que estaba por pasar. El hombre cruzó la puerta con paso tranquilo y voz baja. Más que una casa, eso era una mansión: techos altos, paredes oscuras por la humedad y muebles que parecían sacados de otra época.
La luz natural era escasa, y dentro casi todo dependía de lámparas de mesa y veladores antiguos. Las paredes estaban cubiertas por cuadros de pinturas clásicas, algunos tan viejos que parecían haber presenciado horrores sin hablar.
Ella lo llevó hasta la cocina, donde le mostró una tubería rota tras un accidente doméstico. Él asintió sin decir mucho. Catherine lo dejó trabajar y fue al living. Desde allí podía verlo. No confiaba del todo. Encendió la televisión, dejó el control a un costado y se sumergió en su celular. Sonreía a ratos con algún chiste que le mandaban sus amigos.
Lo miró una vez: estaba agachado, concentrado en la cañería. Bien. Mientras más rápido terminara, mejor. No le gustaba estar sola con un extraño en esa casa enorme.
Pasaron unos minutos y volvió a mirar. El plomero ya no estaba donde lo había dejado. Al principio no se alarmó. Quizás fue a buscar una herramienta, pensó. Pero algo dentro de ella —esa intuición helada que aparece antes del desastre— empezó a tensarla. Su madre le había advertido que no lo perdiera de vista: en esa casa había objetos únicos, valiosos… y peligrosamente tentadores.
Se levantó y fue a la cocina. Vacía. Luego al pasillo lateral. Nada. Revisó el comedor. Silencio. Subió las escaleras, una por una, sin hacer ruido, el corazón latiéndole en la garganta. Recorrió cinco habitaciones. Todas vacías.
—¡Señor Fontana! ¿Está por ahí? —llamó, la voz temblorosa. No hubo respuesta.
Bajó de nuevo. El miedo le apretaba el pecho. No era solo su nerviosismo habitual: algo no estaba bien. Fue hasta la puerta principal. Quería salir a ver si el plomero se había ido sin avisar. Pero la puerta... estaba cerrada con llave. Ella no la había trabado. Siempre dejaban la llave sobre el mueble izquierdo, pero ahora no estaba. Miró al piso. Nada.
Entonces lo sintió. Un sonido seco, metálico, en dirección a la cocina. Como si alguien estuviera cepillando un cubierto… con demasiada fuerza. Y demasiada velocidad.
Catherine avanza por el pasillo. Cada paso le cuesta. Sus manos tiemblan. El ruido sigue: un raspado metálico, acelerado, desquiciado. Como si alguien estuviera tallando aluminio con furia.
—¿Señor Fontana? —pregunta con voz quebrada.
Llega a la cocina. El hombre está allí. De espaldas. Su brazo derecho se mueve con un ritmo extraño, casi maquinal. Con la izquierda sostiene algo. Catherine da un paso más.
—¿Señor Fontana...? ¿Está bien?
No hay respuesta. Sólo ese sonido: scrap, scrap, scrap.
Ella se le acerca, temblando. Extiende la mano, dudando. Le toca el hombro. En ese instante, él se queda completamente quieto.
Catherine da un paso atrás. Siente el corazón en la garganta. El plomero gira lentamente.
Lleva un cuchillo en la mano izquierda. En la derecha, una esponja de acero. Estaba afilando el cuchillo a una velocidad enferma. Uno de sus dedos está cortado, sangrando. No parece importarle.
Tiene gotas de sangre en la cara. Una corre lentamente por su mejilla izquierda, hasta que cae como una lágrima roja sobre el suelo.
—¡Hola, Catherine! —dice con una sonrisa torcida, los ojos abiertos como platos—. Es un día perfecto para jugar en casa, ¿no te parece?
Ella no contesta. Lo mira, petrificada. Él no se mueve. Sólo sonríe.
De pronto, ella da media vuelta y corre.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —grita con todas sus fuerzas mientras corre hacia la puerta principal.
—¡No trates de escapar, no vas a poder! —le grita él, siguiéndola, aún con la sonrisa pegada al rostro.
Llega a la puerta, forcejea. Nada. La llave no está. El cerrojo resiste. Grita. Llora. Golpea con los puños. El plomero se acerca.
Ella mira alrededor, desesperada. Agarra un jarrón de uno de los muebles y lo levanta como arma.
—¡Jajajajajajajaja! —ríe él, completamente desquiciado, avanzando con el cuchillo levantado.
Ella no duda. Le rompe el jarrón en la cabeza. El impacto lo hace sangrar, pero no lo frena. Fontana le da un puñetazo brutal. Catherine cae hacia atrás, golpea la cabeza con el picaporte… y todo se apaga.
El mundo vuelve como una niebla pesada. Catherine abre los ojos con dificultad. Siente un dolor punzante en la cabeza, como si algo la partiera en dos.
Está sentada. Atada. Una silla vieja y dura en medio del comedor. Sus muñecas amarradas con cinta, los tobillos también. Intenta moverse. El dolor en la espalda le arranca un gemido.
Del otro lado de la mesa, el plomero la observa. Sonríe.
—Bienvenida de nuevo —dice con voz grave, casi burlona.