Al principio dolía…
como si arrancaras de golpe mi calma,
como si el silencio llevara tu voz
clavada en el alma.
Te pensaba en cada esquina,
en cada sombra,
en cada cosa rota que dejaste
sin decir palabra.
Pero el tiempo —ese terco curandero—
me fue cosiendo la herida despacio.
Una risa, un amanecer,
y el mundo volvió a pintarse rosado.
Me puse más linda, me cuidé y me arreglé,
descubrí que sin ti también puedo florecer.
Y se sintió bien, tan bien conmigo,
porque al fin… me amé.
Volví a mirarme con ternura,
a querer sin mendigar dulzura,
a entender que el amor no siempre ata,
que a veces duele… pero también desata.
Y entonces lo vi claro, sin drama, sin prosa:
que mi mundo era dulce, ligero, color rosa.
Y entendí —sin rabia, sin culpa, sin cosa—
que en mi mundo… tú eras la langosta.