Parte uno. El mundo común.
Nunca se había esperado tanto de ella. Loralin Virmaris no era una chica que se pudiera subestimar, de cualquier forma.
Era hija de un campesino de gran renombre, pero hacía tiempo habían dejado de tener esperanza alguna sobre su comportamiento. Era un alma tan libre que nunca podrían adivinar donde se encontraba: Al otro lado del pueblo o pérdida en el bosque. Era la joven más impredecible del pueblo.
La convivencia en el reino de Shahadur era tranquila, cada casa, de gran tamaño, se distribuía de manera equitativa por toda la región, en todo caso, nadie se atrevía a cruzar el bosque estando solos, o de viajar durante dos días (a caballo) hasta el mar Bijou. La verdad, todos en el reino eran cobardes. Todos excepto Almer Celreth. Para Loralin, era la única persona interesante que conocía, la única con la que podía sentir esa esencia aventurera. Aun si él casi siempre la ignoraba.
— Creo que el nudo no va así… ¿Cómo lo pidió mi padre? — Murmuró la chica, subida en un tronco, mientras miraba al pobre chico sudar con esfuerzo, tratando de atar las canastas que su empleador, el padre de Loralin, le había pedido.
Tenía esa particularidad de no seguir al pie de la letra las indicaciones, sobre todo la de mantenerse alejado de la chica (como si Loralin le importaran las absurdas reglas que su padre le ponía a sus ayudantes), sin embargo, atar cestas y reunir la cosecha del sembrado del señor Virmaris era lo que costeaba su escaso modo de vida: Un chico con padres muertos era la clase de historia que el padre de Loralin buscaba como empleado.
La miro por un segundo, despreocupada, con sus cabellos negros sueltos, moviendose al ritmo de la brisa. Soltó un suspiro apenas silencioso antes de responder.
— Quiere un nudo doble, va a venderle las frutas al clan Darona. — Murmuró con aquella voz dura, pero nada grosera. Rozaba la indiferencia. Loralin hizo un sonido de aprobación, había estado masticando una de las frutas que Almer le había dado para mantenerla en silencio.
— Creo que así no se hace… — Dijo, pocos segundos después, haciendo que el muchacho rodara los ojos.
— No me digas… No lo había notado— Murmuró, casi más para sí mismo que para ella, mientras desataba el nudo y volvía a empezar.
Medio minuto después lo logró. Cargó las canastas en la carretilla, Loralin subió también, como habían estado acostumbrados a hacerlo, y él empezó a caminar, jalando la carreta detrás de él. A este punto, era un hábito.
Se habían conocido por casualidad. Su padre había acogido un aprendiz, un pequeño niño de cabellos blancos cuya piel se ponía roja con el esfuerzo o la vergüenza, como cuando miro a la niña con vestido darle una mirada de superioridad. Desde ese día, Loralin no había dejado de molestarle.
Lo que era curiosidad infantil se convirtió en una amistad unilateral, donde Lorelin hablaba sin parar de sus numerosas aventuras o de los libros que había leído, y él escuchaba, más por obligación que por gusto. Sobre todo porque ella tomaba la ventaja de sus tareas en la granja y él se veía forzado a cumplirlas sin irse.
En el fondo, él disfrutaba las platicas, porque le ayudaban a pasar el rato, porque la voz de Lorelin era risueña, porque todas las historias de libros que contaba las imaginaba antes de dormir.
Claro que la inminente no-amistad entre ambos jóvenes no había pasado desapercibida por su padre, quien le advirtió que no intentara nada extraño con su hijita. Estaba comprometida por nacimiento con un hijo de la familia Darona, una familia igual de ventajosa e influyentes del reino. El, de cualquier manera, sabía que no había oportunidad de intentar “algo extraño”. Conoce su lugar en la jerarquía de la sociedad.
Loralin ignoraba su lugar en la jerarquía de la sociedad.
Llegaron a las bodegas y se detuvo, tenía el sudor bajando por sus brazos, ligeramente marcados por el esfuerzo físico diario y ayudó a bajar a Loralin, sin hablar, como era su costumbre. Ella, sin embargo, sí hablaba.
— La bruja sigue pidiéndole a mi padre verme, pero no quiero ir, me aterra todas las cosas que tiene en su casa. — Comenzó a decir, hablando de la mujer curandera del reino, la ancianita de cabellos extraños que hacía pociones y “leía la vida”. Loralin no quería un sermón sobre responsabilidad. Tampoco quería ser víctima de un envenenamiento.
Lo miro, como esperando que hablara y respondiera algo, se canso de esperar a los cinco segundos y ella retomó la palabra: — No se que es tan importante, podría escribirme una carta, decirle a mi padre… o solo no decirme nada — se encogió de hombros, aventando la semilla de la fruta al campo libre, mientras Almer descargaba de nuevo las canastas, para contarlas. — ¿No podrías acompañarme?— Pidió poco después, Almer detuvo su tarea y la miró como si estuviera loca. (En el fondo creía que lo estaba; nadie normal era como Lorarin, pero para ser justos, él no conocía a muchas personas)
— ¿Y que tu padre me mate? No gracias, creo que en esta, estás sola. — dijo, con la voz apacible, negando ligeramente su cabeza, retomando su tarea.
— Por favor, iré contigo hoy a repartir la fruta con los Darona… Yo lidio con ellos… Negociaré una buena paga y te ayudaré a cargar.
Su insistencia no era nueva para él, esperaba que aceptara, o que hiciera algún sonidito afirmando que aceptaba. Algo. El casi sonríe, pero al final cedió, como siempre hacía. También era consciente que a ella no podía decirle que no.