Capítulo dos: Ante el pueblo
La vida en el reino era de lo más simple y común. Todos ejerciendo los pequeños comercios que los sostenían económicamente, cumpliendo sus tareas antes del atardecer, viviendo la común vida de las personas normales. No podían pedir nada más, ¿cierto?
Como prometió, Loralin cargaba un par de canastas de menor tamaño, caminando animada junto al chico de cejas fruncidas. El olor del pan recién hecho, la florista charlando con el sastre, era una imagen común. Claro, si ignoraban el hecho de la mala actitud de las personas, unas con otras. Sus actitudes recelosas. El modo en que todos murmuraban constantemente.
Hacía un par de años que había empezado, un par de chismes entre vecinos y amigos. El líder del reino era un anciano con canas y ojos estrictos. Loralin a menudo pensaba en él como alguien que tiene “actitud villanesca”, era un líder no muy bueno. La gente no estaba contenta con la administración, pero no podían quitarlo del poder. Había sido elegido por una profecía divina y ahora se quería adueñar de todo el poder. La gente estaba descontenta.
No tenía herederos, así que cuando muriera, el cuidado de todos estaría a la merced del destino, bueno o malo, quedarían a la deriva. Ahí entraban las cinco familias más apremiadas del reino. Las que la gente consideraba más adecuadas para cuidar de todos. Pero eso ocasionó más distanciamiento entre los ciudadanos.
Luego había escalado a la división. Ciertos grupos de ciudadanos vivían cerca de las zonas donde las cinco familias más poderosas del reino estaban establecidas, todas las que competían por el control:
La familia Darona, especialista en el negocio de la pesca. Los Falar, que dirigen un buen negocio de leña y madera. Los Drumloc, excelentes merceros, tenían todo tipo de telas en su tienda. Los Soliann, expertos en hierbas, medicinales o no, y los Virmaris, agricultores. Loralin era la única hija, entonces el peso de la imagen de su familia se repartía solo en ella. Pero a ella no podía importarle menos. Estaba muy ocupada viviendo entre las nubes.
Los pueblerinos, entonces, parecían haber escogido un favorito, congeniando con quienes seguían a la misma familia, despreciando a los que no, habían comenzado a diferenciarse con banderas de colores en sus casas, en sus negocios, atendiendo a quienes eran partidarios, rechazando y tratando hostilmente a los demás. Las tensiones en el pueblo se sentían conforme pasaban los días, el ambiente alguna vez cálido se había transformado en algo pesado, imposible de cortar; los crímenes de odio hacia partidarios de otras familias se habían incrementado, rumores esparcidos para dañar a las otras familias, la mayoría temía hablar de lo que esto le hacía al pueblo y las grandes familias parecían no percatarse, porque seguían haciendo negocios estratégicos entre ellos. Como si esperaran que el pueblo decidiera quién tendría el control y se mataran entre ellos por ver ganar a su favorito.
Ambos chicos llegaron a la gran casa de los Darona, de fachada café, ligeramente descuidada por el paso de los años, tenían el lago detrás de ellos, con pequeños botes, apenas útiles para pescar. Y cumpliendo a su palabra, Loralin se acercó y se encargó de tocar la puerta.
La señora Darona era una mujer regordeta, con mejillas rosadas, canas apenas visibles, y a pesar de la naturaleza de su negocio, siempre olía a lavanda.
— Ah, Loralin, no te esperaba. ¿Te encargas del negocio ahora? — pregunto, como solía hacer, para platicar y quizá enterarse de algun chisme local, la chica solo sonrió, pasándole las canastas una por una.
— No en realidad, pero me gusta salir de casa y pasear por el pueblo, y qué mejor manera de hacerlo que completar los encargos, ¿No? — dijo de buen humor. La señora Darona siempre había sido buena con ella, y la chica no era tan pretenciosa como parecía ser, Loralin era bastante amigable. A pesar de su personalidad “rebelde” como la consideraban algunos, era muy educada.
— Veo que trajiste… al muchacho. — dijo, sin querer sonar condescendiente pero fallando miserablemente. Almer, a unos metros de ambas, había escuchado el tono de su voz, pero no hizo ningún comentario al respecto. Estaba acostumbrado a la condescendencia que su posición conllevaba. Solo se quedó de pie, detrás de ellas, con las canastas en sus manos, el rostro tenso, y los ojos entrecerrados por la luz del sol.
Loralin ignoró el comentario, apenas conteniendo los gestos de disgusto de su rostro. No le hizo falta contestar, la señora Darona continuaba hablando.
— Espera aquí, le diré a mi hijo que traiga los peces que me pidió tu padre. — el ánimo de la señora parecía mucho mejor, claro, la mujer había estado ansiosa sobre la inminente boda estratégica entre Loralin y su hijo mayor, Beltien.
Era un tipo flacucho y alto, cabello negro, dos años mayor que ella, de mirada tediosa. No lo odiaba, simplemente no encontraba nada interesante en él. Así que decidía ignorar el hecho de la futura boda con el chico más aburrido del reino. En el sistema complejo de su mente, si ignoraba algo, era capaz de hacerlo desaparecer. Irse volando y no volver más.
El chico Darona apareció unos segundos después cargando una caja de plástico casi rebosante de pescado.
— Mi madre me ha pedido que te pase esto. Y… gracias por la fruta. — murmuró con su voz ronca, típica de un chico de 19 años. Loralin se preguntó lo que significaba cumplir 19 años, esa edad lucía bastante seria, pensaba en si sería igual de aburrida como él. Se obligó a dejar de vagar en sus pensamientos, tenía que contestar. ¿Qué había dicho? ¡Ah, si, la pequeña oración! No le pareció lo suficientemente amigable sin embargo, no pudo evitar pensar en que el tono demasiado-automatico delataba que, en definitiva, lo estaban obligando a decir aquello. Y que se había memorizado las catorce palabras en cuestión de segundos. Hizo el intento de pasarle la pesada caja en las manos flacuchas de la chica, que era seguro caería al suelo tan solo intentarlo.