Capítulo tres: Ante el libro
Aun con la sorpresa en el rostro de la chica, la bruja no detuvo su relato.
— Este libro tiene magia que nadie nunca ha visto. Cuando llego a mi, supe que era una gran responsabilidad… El libro te ha escogido como portadora. Lo he visto en mis sueños, todo apunta a que el libro te ha estado buscando.—
— ¿Los libros pueden hacer eso? — dijo la chica, con la voz más aguda de lo que pretendía, no sabía siquiera lo que estaba diciendo, había palidecido por completo. Su mente estaba casi en blanco, sin procesar todo lo que la ancianita le decía.
— Los libros comunes no lo hacen. Pero este no es un libro común… Y sin duda tu no eres una chica común. — Una pausa, le dedicó una sonrisa que vagaba entre la complicidad y la diversión. — La profecía es clara: tú debes salvar a nuestro pueblo. Debes consultar el libro para encontrar una solución… y debes ocultarlo, contenerlo. Antes de que todo el mundo pelee también por este poder. — Loralin apenas y podía parpadear, se sostuvo de la mesa, como para mantenerse en la tierra.
— ¿Yo? ¿Un libro… mágico? ¿Quiere que yo lo cuide?— La bruja la miró, casi con simpatía.
— Ha murmurado tu nombre, niña. Tienes un propósito más allá del que te ha sido impuesto. — La bruja empujó el libro, sobre la mesa, hacia ella. Ella se levantó, retrocediendo al instante.
— Lo siento, no… no puedo aceptarlo. No soy la persona correcta para… esto. Se equivocaron sus sueños. No soy alguien responsable… no soy alguien que puede llegar a salvar a alguien. — Dijo, con voz temblorosa, fallando al ocultar su tensión.
— Si te niegas, todo lo que conocemos desaparecerá. ¿No lo has notado, niña? El Pueblo espera una pequeña chispa para por fin arder. —
Loralin lo pensó, claro que lo había notado: Las propagandas, los rumores, las pláticas entre personas. Cada uno apoyando a una familia diferente, dispuestas de verlas pelear y matarse por el poder. Era mucho más probable que ellos pelearan por su favorito. Los niños estaban hambrientos porque a sus familias no les vendían alimentos suficientes, solo por apoyar a una familia en particular. Las tabernas que ahora son sitios específicos para reuniones meramente políticas. Reuniones privadas que podían convertirse en algo más peligroso. Las miradas con desdén. La intolerancia.
— No se si estoy lista para algo tan grande. — admitió con pesar, sentándose de nuevo.
— Nadie lo está. — tranquilizó la ancianita, con el mismo tono suave que había tenido todo el tiempo.
Cuando salió de la cabaña, con el libro en un bolso que traía colgado, cortesía de la bruja, su padre apenas la miró. Sospechando que había recibido un buen sermón, o consejos esenciales para el futuro papel que desempeñaría y la responsabilidad de una jovencita de su edad, la llevó a casa. Ella no dijo nada, demasiado enfadada y demasiado nerviosa como para mencionar algo coherente, solo se quedó ahí, observando a la nada, pensando cómo demonios terminó con tal responsabilidad.
Llegó a casa y se salto la cena, fue directo a su alcoba, sacando el libro con curiosidad, lucía como cualquier libro común, nadie imaginaria el tipo de poder que ocultaba. Escuchó una discusión entre sus padres, algo banal. Le resultaba extraño, en la mañana actuaban como la pareja más amorosa del mundo. Miro al libro de nuevo, preguntandose si tenía algo que ver con eso. Luego recordó a Almer.
Corrió a su ventana, y a pesar de la oscuridad en el campo podía ver su silueta, recorriendo la tierra, preparándola para el sembrado. Se sintió culpable. ¿Cómo podía salvar al pueblo entero si no podía ni ayudar a su único amigo? Había sido su culpa, si tan solo no se hubiera acercado tanto a él, si hubiera mantenido sus distancias… quiza el no seria reprimido.
Oculto el libro bajo su cama y bajó las escaleras, fue hasta la cocina y tomó un poco de la cena, aprovechando que sus padres seguían gritándose por algún problema que la tenía sin cuidado.
Robó un par de panes horneados que su madre había preparado y salió por detrás, escabulléndose en la oscuridad, hasta el campo de los sembradíos. Se detuvo en una orilla, atenta para no estropear el trabajo hecho. Almer la notó un par de segundos después, pero no detuvo su tarea. Lucía cansado, pero también enojado.
— ¿Qué quieres? — murmuró con voz reseca gracias a las horas de trabajo sin descanso, ni siquiera pausas para beber agua, le había respondido con un tono de voz poco amigable. Ella no lo culpó, si no hacia el trabajo, su padre lo golpearía con látigo hasta sangrar.
— Te traje algo de comida… apuesto a que no has comido… — Loralin se sentía incómoda, pero señaló la comida en sus manos. Almer sintió impotencia, como si lo estuviera insultando. Esta vez, a diferencia de las demás ocasiones, no se quedó callado.
— ¿No te cansas de ser una molestia? Estoy aquí por tu culpa, tu egoísmo de niña consentida no te impide ver más allá de tu propio privilegio. — Dijo, dejando lo que estaba haciendo, acercándose mucho que ella parecía diminuta en comparación. Tomó la comida y la tiró al suelo, sin un ápice de amabilidad. — No quiero que te acerques a mí, nunca más. —
Loralin sentía sus ojos aguados, mirándolo. Abrió la boca para disculparse, pero nada salió de sus labios.
— Vete antes de que papi te empiece a buscar. ¿O quieres generarme más problemas? Típico de niñas presumidas. — Su tono era tan grosero, despectivo, condescendiente que cada palabra se enterraba más en el corazón de la chica. Retrocedió un par de pasos, como si aún no creyera lo que escuchara. — ¿Qué esperas? ¡Vete! ¡Déjame en paz! — dijo él, mirándola directamente a los ojos, los propios, completamente enfadados.