Luego de nuestro último baile, decidimos separarnos.
Yo me quedé en las afueras, sentado, fumando. Ella se sentó al lado de su novio.
Pensaba en lo desastroso que fue volver a verla y volver a hablar. Por fin alguien con quien charlar. No entiendo por qué me pidió bailar; supongo que nos debíamos al menos eso. No quería venir. Maldito Alexander del pasado, maldigo tus promesas de entonces. ¿Qué te cuesta decir que no puedes prometer lo que no vas a cumplir?
Sin embargo… cumpliste.
Sentado comiendo mandarinas robadas de la cocina, pensaba en lo dulce que sabe la mandarina con tabaco. Supongo que ya era hora de irme, pero esperaba que se me pasara un poco para poder manejar como me gusta: rápido. Entonces escuché detrás de mí:
—¿Me puedo sentar? —dijo ella—. Adentro hace demasiado ruido; aquí está tranquilo.
Asentí. Me extendió la mano con una mandarina.
—Toma, como me lo pediste en algún momento.
Sin mirarla tomé la mandarina y la partí en dos. Divagué.
—¿Sabías que las mandarinas son mi fruta favorita? —dije—. Las amo. Son dulces, pero me gustan más cuando no tienen jugo; las dejo secar, saco las semillas, las abro… me como hasta la cáscara. Son de muchos colores, pero siempre me han gustado las secas, amarillas y dulces. Como tú, en ese entonces.
Se sentó a mi lado y me quitó el cigarrillo.
—No me gusta el olor a cigarrillo.
Lo tiró y lo pisó. Me dio rabia no haberlo terminado.
—Irónicamente empecé a fumar porque me recordaba a ti —respondí—. Nada se parecía a tu sabor, salvo la vez que te besé borracha. Mi cerebro guardó ese recuerdo.
—Tu cerebro es un rarito —rió ella.
Le empujé entre risas.
—Este cerebrito te amaba demasiado. ¿Qué quieres que haga?
Ella se puso seria.
—Que me superes.
Sin dejar de comer la mandarina le contesté:
—Hace años que te superé. Me alegro de no tener que hablarlo; no sabría qué decirte si hubieras vuelto así, de golpe.
—¿Me habrías respondido si te hubiera buscado? —preguntó.
—Claro. Depende de la época —dije—. Si me agarras vulnerable, te pediría que te quedaras, pero tambien me enojaría.
—¿Por qué te enojarías? —insistió.
—Porque es demasiado tarde para que vengas a buscarme. No hay nada aquí que sea tuyo.
—¿Eso incluye los libros en los que hablas de mí? —me dijo, sorprendida.
La miré. Ella siguió sin dejarme responder:
—Tienes una manera curiosa de sobrellevar los traumas.
Solté una risa pequeña.
—No son traumas, es mi vida hablando de vida —dije, orgulloso, levantando la cabeza.
—¿Leíste los dos libros? —pregunté.
—Sí. Los encontré buscando. Todo está en internet, ¿sabes?
—Lo sé —dije—. No es que no quisiera que supieran que escribo; tiendo a perder los relatos porque pierdo los celulares, así que empecé a publicarlos.
La miré a los ojos.
—¿Te gustaron? ¿Qué te parecieron?
—Se me hizo raro —contestó—. Es una forma muy distinta de expresar lo que sientes. Me alegró que al menos en los libros lo hicieras.
—Sé que puedo ser cruel —dije—. No tienes que recriminarme.
—No lo estoy haciendo —respondió. Queria decir algo mas pero se quedo mirando la mandarina en mi mano.
—¿Alguna pregunta? —dije.
—Muchas —admitió—, pero creo que te molesta mi presencia, así que me iré.
—Tienes razón —dije—. Sin embargo quiero pedirte algo egoísta.
—¿Qué?
—¿Puedes quedarte un rato?
—¿Por qué?
—Tú siempre respondes una pregunta con otra. —Le sonreí—. ¿Te quedarás, sí o no?
—¿Qué hay para mí? —respondió.
—Nada —contesté—. Solo quiero que te quedes. Necesito hacer algo por el yo de mi pasado. ¿Lo harás?
—Hasta que se acabe el chisme. ¿Okey?
—Okey.
Ella se acomodó en el banco, cruzó las piernas y dejó la mandarina entre nosotros. El ruido distante del salón parecía otra vida. Hablamos de tonterías primero: el clima, su nuevo trabajo, su familia, una canción estúpida que puso la radio. El tono se fue ablandando como la cáscara a la que le das vuelta con la lengua. A veces, cuando la verdad asomaba, nos quedábamos callados, y el mundo en ese entonces solo era para nosotros, bajo la pequeña luz de la entrada y el olor a fruta madura.
En un momento, ella apoyó la cabeza en mi hombro. No era nostalgia romántica; era algo más nervioso y honesto: la tregua de dos personas que una vez se conocieron demasiado bien. Saqué otra mandarina, la partí con cuidado, le ofrecí la mitad. Ella miró mi mano y sonrió por primera vez sin ironía.
—¿Sabes qué? —dijo—. No vine a buscar culpables. Vine a ver si acaso eras el mismo.
—No lo soy —admití—. Pero tampoco pretendo ser otro. Solo intento no dejar que el pasado me hunda.
Ella apretó mi mano y, por un segundo, todo aquello que habíamos gastado en reproches se volvió simple y vulnerable: dos mandíbulas curvadas alrededor de un sabor que no podía borrar, y la promesa silenciosa de que, aunque el pasado hubiese hecho lo suyo, el presente aún nos dejaba sentarnos juntos.
—Supongo que ya es hora de despedirnos. Tu novio te espera y mi moto ya está lista para irse.
—¿Puedes manejar? —preguntó—. No pareces estar bien.
—Lo estoy —respondí—. Me alegra verte. Extrañaba hablar de todo un poco con alguien que me conociera. Quisiera quedarme… no es que no pueda hacerlo, es que no veo una razón lógica para hacerlo. Te amé en ese momento, demasiado. Pero ahora, solo me da gusto verte feliz.
Ella, en su silencio, me dijo:
—Entonces quédate. O vuelve después, cuando yo te llame.
—¿Por qué lo haría?
—Porque yo te lo estoy pidiendo.
—Volveré a viajar. Si me pides que regrese, tendrás que encontrarme. Y luego tendrás que responder a mi pregunta con un "si". No importa cuál sea.
—Trato hecho.
Encendí la moto y, mientras el ruido del motor rompía el silencio, el olor de las mandarinas quedó flotando en la entrada. No era nostalgia, era simplemente un recuerdo más, listo para perderse en el humo del camino.