Frágil e infinito

Capítulo 3

Esa mañana, Lucy se cambió tres veces de sweater. Se había probado uno beige que descartó por ser demasiado clásico, luego se probó uno verde militar que apartó enseguida por sentir que lo había usado en reiteradas ocasiones y acabó optando por el celeste claro, porque la hacía sentirse bonita. Si bien no creía que una prenda de vestir pudiera definir el nivel de belleza, tenía la certeza de que, si la hacía sentir cómoda, incrementaba su nivel de confianza. Por lo tanto, podía creerse capaz de lucir hermosa ante los ojos de alguien más. De Theo, precisamente. Aunque lo máximo que podía aspirar era una amistad, albergaba la pequeña esperanza de que, alguna vez, él se detuviera un momento a pensar <<Oh, vaya. Lucy es hermosa>>.

Dejó de preocuparse por su aspecto, cuando sonó la alarma, indicando que el autobús pasaría en diez minutos por la parada más cercana. Se recogió el cabello en un moño alto, se colocó la chaqueta de abrigo y metió en el bolso el papeleo en el que había estado trabajando casi toda la noche. Tanto trabajo, apenas le había dejado tiempo de ducharse y comer algo. Su apartamento estaba hecho un desastre. Lucy vivía en un edificio de estudiantes, compuesto por monoambientes minúsculos donde no cabía más que una persona. Además, estaban tan pegados que se oía toda clase de ruido, como la música a cualquier hora, el sonido del retrete o las parejas que intimaban.

Era muy desagradable, pero era todo lo que podía pagar.

Como de costumbre, el hospital estaba abarrotado. Lucy se escabulló a través de la marea de personas, hasta llegar al sector de pediatría. Se topó con niños y niñas de todas las edades, algunos llorando, otros quejándose, otros tantos jugando alrededor. En algunos rincones, había juguetes desparramados, libros de cuentos y osos de felpa. Entre el caos, algunas enfermeras eran las encargadas de poner un poco de órden.

—Disculpe, señorita. ¿Está aquí con algún niño?

—¡No! —respondió de inmediato, al borde del espanto. La enfermera la miró confundida—. Lo siento, no. Busco al doctor Dankworth. ¿Lo ha visto?

—Está por ahí —señaló un pasillo, elevando el mentón—. Estará con usted apenas pueda.

Lucy llevó la vista hacia el sector indicado. Segundos después, apareció la figura de Theo sosteniendo a un bebé de seis meses. Si bien ella no soñaba con formar la típica familia, aquella escena le despertó sentimientos que no sabía que podía sentir.

—Theo —se acercó sonriendo un poco—. Tengo la información que me pediste.

—Perfecto, Lucy. ¿Puedes esperarme un rato? Como verás... Tengo bastante de lo que ocuparme ahora.

—Ya lo veo. Eres una persona muy... Requerida —expresó un tanto divertida.

Después, Theo le explicó a donde podía esperarlo. Esta vez, no la envió a la sala común de descanso, si no a la pequeña habitación que él usaba para descansar. Había un escritorio mediano junto a una silla, un perchero en un rincón y la cama de una plaza. Cerró la puerta, se quitó el abrigo y durante un minuto, se quedó de pie con los ojos cerrados, aspirando cada partícula que olía a él. Estaba en su espacio personal y sin dudas se sentía <<intimo>>.

<<No pasa nada si me siento en la cama ¿no?>>, pensó. Seguido, procedió a sentarse. Se aburrió. <<No pasa nada si me recuesto un momento>>, se convenció. Y lo que empezó como <<recostarse>>, acabó con el cuerpo de Lucy relajado sobre el colchón.

 

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Pasaron alrededor de tres horas, desde que Theo vio a Lucy, hasta que atendió la última urgencia y se liberó. Aunque antes de ir a buscarla, pasó por la habitación de Mía. La encontró dormida, así que chequeó los signos vitales y le recordó a la enfermera que lo mantuviera informado sobre cualquier novedad. <<No importa el día o la hora. Llamame>> había dicho. Sabía que excederse en el trabajo no era buena idea, pero en ciertos casos especiales se lo permitía y la línea entre lo <<personal>> y <<profesional>> se volvía un poco difusa. Pero, ¿cómo evitarlo?

Mía no había pasado una buena noche. Sufrió otro desmayo, ritmo cardíaco rápido y dificultades para respirar. Estaba descuidada y mal alimentada. Las pruebas que le realizaron, concluyeron que padecía una anemia grave. Además, se encontraba emocionalmente traumatizada.

Theo estaba enfadado. La mayoría de los niños acudían con sus padres o algún familiar a cargo. Mía, en cambio, apareció completamente sola y parecía que nadie estaba dispuesto a encargarse de ella. Al menos, esperaba que Lucy tuviera algún dato significativo.

Entró a la habitación dónde solía descansar y se le escapó una leve carcajada al contemplar a la castaña durmiendo. Se presionó el puente de la nariz, dudando en despertarla o no. Debía de estar muy cansada para caer dormida en cualquier parte.

Se agachó, poniéndose a la altura y movió suavemente su hombro.

—¿Lucy?

Ella despertó al instante. Apenas notó que Theo estaba ahí, se irguió hasta sentarse.

—Oh, por dios. Qué vergüenza —se cubrió el rostro con las manos—. Lo siento, Theo. De verdad. No me quería dormir. No vayas a pensar que soy una irresponsable con mi trabajo —habló muy rápido.

—Tranquila —murmuró. La situación lo divertía. Era justo lo que necesitaba, distensión para olvidar el cruel mundo que lo rodeaba—. Cuando hacía las prácticas me dormí en el comedor. Varias veces. También una vez en una plaza. Y otros lugares extraños que no quieres saber —Lucy rió—. Vamos. Busca tus cosas. Saldremos a tomar un poco de aire.

Buena idea. Los dos lo necesitaban.

 

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—La madre de Mía falleció cuándo ella tenía ocho años —contó Lucy, mientras recorrían una acera poco concurrida—. Su padre, Andrew Wilson, figura como el responsable a cargo. Encontré una dirección y un teléfono, pero intenté contactarlo a través de un número privado y no hubo caso.




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