Si había algo que deseaba con fuerzas, era poder mudarse de aquel edificio plagado por una horda de vecinos molestos. Estaba la vecina de arriba, que acostumbraba a llevar a sus citas a dormir casi todas las noches de la semana. ¿El problema? Podían llegar a ser muy ruidosos. A un lado, vivía una pareja que se divertían organizando reuniones a menudo y escuchar música a volúmen máximo. Del otro lado, un muchacho que estudiaba composición musical, tocaba la guitarra y el piano a diario. Al menos escuchar instrumentos no era incomodo, de hecho, se estaba acostumbrando a esas melodías, aunque no le hacía gracia cuando perduraban hasta tarde durante la noche. Debajo, vivía Adrien, un sujeto que había llegado al edificio hacía poco menos de tres meses, pero que le causaba una mala sensación. Lucy no quería juzgar a las personas sin conocerlas, pero no le había gustado nada la forma en que se lo topó una vez en las escaleras y él fingió ser divertido impidiéndole el paso durante unos minutos. Tampoco esa tarde que bajó al subsuelo a lavar la ropa y él, que ya había terminado de hacer lo suyo, se quedó un poco más intentando forzar una conversación. O aquella mañana en que el internet se averió e insistió en ingresar a su apartamento para ayudarla con el percance, a pesar de que Lucy repitió que el servicio técnico estaba en camino.
Esa noche, Lucy pensaba en qué canción recomendarle a Theo, cuando el timbre sonó. Divisó a través de la rendija que se trataba de Adrien, así que tomó una bocanada de aire antes de juntar valor y atender. Lo saludó, mirándolo confusa.
—He pedido comida de sobra. Me preguntaba si te gustaría cenar conmigo. No me gusta desperdiciar comida —explicó—. Podemos cenar en mi departamento.
Lucy, que se veía diminuta frente a ese hombre, arrugó levemente el entrecejo y negó.
—Lo siento, Adrien. No puedo. Tengo cosas qué hacer.
Se despidió y cerró la puerta. Volvió a recostarse en el sofá mediano que estaba frente a su cama, divagando con el celular. Todavía no encontraba la canción para impresionarlo. Entonces, el timbre sonó de nuevo.
—Puedo traer la comida hasta acá, si quieres —insistió—. Cenamos y me voy, así puedes seguir con tus asuntos. ¿Quieres?
Lucy admitía que le costaba muchísimo decir <<no>>. Llevaba toda su vida trabajando en poner límites y no sentirse mal por ello. Sin embargo, el rechazo que ese individuo le causaba, superaba su sensibilidad. Se mantuvo calmada, pero volvió a negarse.
—De hecho, no tengo hambre, Adrien. Estoy haciendo una dieta especial. Y me prohibieron un montón de ingredientes —inventó, tratando de sonar relajada. Por la expresión del contrario, fue evidente que no le creyó una palabra—. Así que no puedo. Adiós.
Cerró. Dio vueltas la llave y siguiendo su instinto, colocó el seguro extra. El corazón le latía a mil, aunque podía deberse a su facilidad para asustarse. En ese instante, se encontró odiando con vehemencia aquel edificio en el qué vivía. <<Es todo lo que puedes pagar>>, se recordó. La otra opción, era regresar a casa de sus padres, donde aún vivían sus cuatro hermanos. Lucy tenía una familia gigante, abuelos, tíos, quince primos. Y ella, en lugar de poder disfrutar, siempre se había sentido apagada en medio de esa multitud. Desplazada. Como si no fuera lo suficientemente buena para destacarse.
A sus veintiocho años, nunca había llevado ninguna pareja y eso parecía resultar extraño a sus parientes. A menudo se lo cuestionaban e incluso bromeaban sobre <<acabar soltera con cien gatos>> y le recordaban que debía darse prisa o terminaría sola.
¿Para qué exponerse a eso si podía evitarlo?
Definitivamente, regresar a casa no era una opción.
La tercera vez que el timbre sonó, Lucy maldijo en voz alta. Esta vez no planeaba atender, no caería de nuevo en la trampa. Sin embargo, observó por la rendija y la tranquilidad llegó en cuestión de segundos. Theo estaba del otro lado de pie, guardando las manos en los bolsillos de su chaqueta. Ella abrió los ojos como platos, impresionada de verlo. Se acomodó el cabello con las manos y se aseguró de que su pijama se encontrara en buen estado.
—Hey —sonrió—. ¿Qué haces aquí?
Él se encogió de hombros, distendido.
—Tenía ganas de verte —pronunció. De inmediato, Lucy supo que recordaría esa frase el resto de los días—. Sé que es sábado por la noche y probablemente tengas algo mejor que hacer, pero pensé que...
—Theo, ¿crees que así como me veo, tengo algo mejor qué hacer? —bromeó. Él pensó que se veía adorable en su pantalón corto de pijama y su camiseta de tirantes. Tan solo al mirarla, podía saber que tocar su piel se sentiría suave. Agradable. Contuvo las manos en los bolsillos y rió por lo bajo.
—¿Puedo pasar?
—Oh, sí. Claro —Lucy cayó en la cuenta de que había pasado unos largos segundos contemplando a Theo. ¿Por qué siempre se veía tan encantador? Se apartó y lo dejó pasar. Él observó con atención el monoambiente, apreciando que cada detalle gritaba <<aquí vive Lucy Howard>>.
Libros, discos de música, una hilera de plantas pequeñas de interior en macetas de distintos colores, los colores tierras y el papelerío desparramado en su escritorio. Mientras tanto, Lucy se sintió un tanto avergonzada porque el apartamento no estaba en condiciones óptimas. Se encontraba desorganizado y tenía una pila de ropa sucia colocada en un rincón, sobre una silla averiada.
Sin embargo, poco a poco olvidó esos pequeños inconvenientes. Colocó un disco de Fleetwood Mac, que escucharon mientras cenaban pizza de cuatro quesos y bebían una botella de vino tinto que Lucy guardaba en la heladera para <<ocasiones especiales>>. Aunque no se lo dijo.
—¿Qué hiciste en tu día libre? —preguntó—. Además de visitar a tu amiga aburrida —dijo con gracia.
—No eres aburrida, Lucy. Nunca lo fuiste —aclaró—. Estuve en el hospital.