—¿Ya está? ¿Podemos... Podemos parar? —pidió Mía, mientras en la habitación reinaba el silencio por lo que acababa de revelar—. No quiero hablar más de eso. Me pone triste —agregó. Ella esperaba no tener que tocar más el tema.
Los recuerdos permanecían tan vividos en su memoria que el antiguo sentimiento de temor volvió a sacudirla. Incluida la sensación de dolor. Lo demostraba en sus muecas, en la forma que se encogía su mirada, en su voz rasgada narrando cómo su papá la había maltratado durante dos años. <<Él decía que tenía que esconderme porque a su novia no le gustaban los niños. Tenía que hacer de cuenta que no existía>>. Invisible. Así fue por mucho tiempo. No podía hacer ruidos. No podía salir al exterior. No podía expresarse. No podía ser. Al principio, tuvo la ilusión de que alguien se percataría de su repentina desaparición, de qué estaba allí abajo, prácticamente abandonada. Pero no pasó nada. Nadie notó que ella faltaba.
Entonces, llegó a convencerse de que el mundo la había olvidado.
—Claro que sí, cariño —carraspeó, mientras se incorporaba. Mientras la oía, había perdido el aliento—. No tenemos que seguir si no quieres.
—¿No están molestos?
—No, tranquila. ¿Recuerdas lo que te dije el otro día, cuando estabas enfadada porque no podías avanzar con la lectura? —Mía asintió—. Bueno, aquí es lo mismo. Tienes que ir de a poco. Pasos pequeños —ambos se miraron en complicidad—. Eres muy valiente ¿sabes? Estoy orgulloso de ti —murmuró, acariciando levemente su cabello desde un costado. Mía tragó saliva, aún afectada por las partes de su historia que tuvo que revivir pero al final, sonrió. Sus ojos se iluminaron con vehemencia por las palabras de Theo.
Después de tanto, se sentía en un lugar seguro.
Lucy, que tuvo que apuntar cada detalle que la niña relataba, sintió que aún le temblaban las manos. La angustia invadía su pecho. Emitió una sonrisa ligera pero tranquilizadora y releyó lo último que había escrito, procurando que estuviera en orden. <<Dijo que no podía ir más al colegio. Que nadie me quería ahí (...) A veces me dejaba salir al patio. Una vez intenté escapar, pero él me atrapó y se enfadó mucho. Luego no lo volví a intentar porque no sabía a dónde ir. Hasta que un día lo intenté otra vez y vine aquí>>. Y luego, cerró la libreta.
Si había sido duro oírlo, no quería imaginar cómo fue vivirlo.
—¿Ahora podemos jugar cartas? —interrumpió, recuperando el entusiasmo—. Tú también estás invitada, Lucy. —La menor invitó. Enseguida, Theo le hizo una seña para que se acercara.
Entonces, Lucy apartó sus pertenencias dejándolas sobre una mesita y se unió al juego. Pasaron un largo rato entretenidos. Mía se las ingeniaba para ganar cada partida, mientras Theo le hacía muecas graciosas para distraerla y sacar ventaja. Lucy, que le daba igual ganar o perder, observaba al par con admiración. Asombrada por la conexión que existía entre él y la niña, como si pudieran comprenderse con solo una mirada, como si se hubieran conocido en otra vida y estuvieran reencontrándose en esta. Fue Mía la que, agotada, dijo que quería echarse una siesta, aunque antes pidió si le podían trenzar el cabello. Theo lo intentó al son de <<Sé como hacerlo. Se lo hacía a mi hermana cuando era pequeña>>. Sin embargo, el resultado no fue el mejor y acabaron riendo los tres. Lucy carcajeó, Theo la miró y entonces, sintieron que la tensión por las discusiones y diferencias con respecto a la cita con Jefferson, se habían hecho humo. Insignificantes. Lucy, todavía risueña, acabó trenzando las hebras pelirrojas de la niña.
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Todavía estaba en el pasillo, cuando vio a Theo salir de la habitación. Él se había quedado un rato más, estuvo ahí hasta que Mía se durmió y luego, la arropó mientras procuraba que todo estuviera en orden. A pesar de los traumas emocionales y el largo camino que tenía por delante para sanar, físicamente se estaba recuperando. Avanzaba. El tratamiento adecuado, junto al nuevo estilo de vida, empezaban a revertir la anemia grave, diagnóstico con el que ingresó en un principio. Theo no dudaba de que, en un par de meses, sería capaz de hacer actividades como cualquier niña normal. Pero le preocupaba a dónde iría cuando obtuviera el alta. ¿Conseguirían el sitio adecuado para que alguien como Mía, con un pasado traumático, pudiera sentirse segura? Le hacía ruido aquella cuestión. Lo movilizaba.
—Hey —murmuró a Lucy, que se encontraba sentada en una banca—. Pensé que ya no estarías aquí.
Ella se encogió de hombros, calma.
—Quería ver que todo estuviera bien —comentó. La castaña tenía una gran empatía, aunque a veces se le complicaba demostrarlo y reprimía las emociones, por el simple hecho de que le costaba manejar ese modo tan intenso de sentir—. ¿Mía está bien?
—Sí. Finalmente se durmió. Eso fue duro ¿no? —Lucy asintió, comprensiva—. Pero estará bien mientras reciba la ayuda adecuada. Si algo descubrí gracias a mi especialidad, es que los niños son incluso más fuertes que los adultos.
—Tienes razón —alegó, bajando la guardia. Tuvieran o no sentimientos románticos el uno por el otro, no dudaba de la conexión especial que tenían. Que siempre tuvieron. Una conexión que la hacía sentir libre, segura de ser ella misma—. ¿Qué hay de ti?
—Bien, pero fue abrumador. Me refiero a que, lo que contó, es apenas una parte de la historia. Mía pasó dos años en un sótano. No quiero ni imaginar qué más pudo haber pasado —apretó la mandíbula, desbordado de impotencia.
Lucy jugó con sus manos, nerviosa. Quería ponerlas sobre él y proporcionarle caricias hasta calmarlo. Darle un abrazo hasta percibir que los latidos rápidos de su corazón se regulaban. Acostarse sobre su pecho mientras delineaba con sus dedos figuras invisibles. Pero no hizo nada.