Frágil e infinito

Capítulo 20

—Hey, Lu —Theo se aferró a la manezuela de la puerta, dejando a Lucy atrapada entre su cuerpo y la superficie de madera—. ¿No vas a despedirte? —Pronunció en un tono que enmascaraba el deseo de <<necesito tenerte cerca un poco más>>. Ella sintió que se derretiría si volvía a hablarle de ese modo, sus piernas flaquearon ligeramente al percibir como él depositaba una mano libre alrededor de su cintura. Elevó la barbilla hacia él, dispuesta a hacer cualquier cosa que le pidiera.

—Sí, claro —respondió—. Adiós —se quedó en su lugar, sonriendo con picardía.

—¿Eso es todo? Creo que estás olvidando algo —deslizó la mirada hacia sus labios. No podría resistir mucho más sin tocarlos—. ¿Te lo recuerdo? —Lucy asintió. Él se inclinó a besarla, mientras le rodeaba la cintura con ambas manos, preguntándose a sí mismo cómo había podido pasar tanto tiempo cerca de ella sin hacer eso. Se sentía como algo de lo que nunca se aburriría. Ella sonrió en medio del acto, se puso de puntillas colgándose a sus hombros, pensando que finalmente sabía cómo era desear físicamente a alguien. No era una persona fría que detestaba el contacto humano -se había juzgado a sí misma cientos de veces- sino más bien, necesitaba a la persona adecuada que pudiera despertar aquel deseo.

Theo era esa persona.

Durante un instante, Lucy tomó distancia, aún colgada de él.

—Quiero que me lo recuerdes cada día. ¿Está bien? —Le proporcionó múltiples besos cortos sobre los labios, juego que terminó en un abrazo repleto de suaves carcajadas.

—Estaré encantado —aseguró. Entonces, Lucy se apartó para dejarlo ir. Había sido un largo día. No lograron hallar las llaves del apartamento de ella, así que tuvieron que contratar a un cerrajero que se encargó de solucionarlo—. Espera un momento, Lucy. —La chica se volvió, curiosa—. Just Like Heaven, de The Cure. Esa canción siempre me hizo pensar en ti.

Más tarde, Lucy cayó dormida con los auriculares inalámbricos puestos. La canción sonó durante toda la noche. No podía quejarse. La salida fallida con Jefferson había desembocado en un fin de semana completo en casa de Theo, arrojada en su cama, mirando películas en la televisión, cocinando juntos tacos para la cena mientras oían sus canciones favoritas y luego, tras limpiar los trastes, bailaron alrededor de la cocina bajo la luz del refrigerador.

 

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El lunes por la mañana, Theo la recogió para desayunar. Lucy cruzó las piernas por encima de la silla, mientras apreciaba el aroma del café mocca que había ordenado. Contiguo a la taza, había un plato de tortitas americanas bañadas en sirope de miel que habían pedido para compartir. Frente a ella, estaba esperando el capuchino de Theo, que se había dirigido al mostrador. Mientras lo esperaba, repasaba el papeleo del trabajo. Como realizaba una pasantía en servicios sociales, no le otorgaban casos exclusivamente difíciles. Se había encargado de contactar a las familias de varios ancianos olvidadizos que llegaron al hospital sin recordar de dónde venían, corroboraba que se encontraran a cargo de adultos sensatos y que estuvieran viviendo en condiciones dignas. También trabajaba en hallarles un nuevo hogar a adolescentes rebeldes que se escapaban de los institutos o casas de acogida porque no se sentían a gusto. Sin embargo, el desafío y su caso más difícil, se titulaba Mía Howard. <<La niña del sótano>>, así lo llamaba Elizabeth, su jefa. Lucy se rehusaba a utilizar ese término, le daba escalofríos. <<¿Cómo se comporta?>> había preguntado Elizabeth en una ocasión. A lo que Lucy respondió <<Tiene sus días, pero es una buena niña>>. Lo siguiente que dijo la mujer, la dejó pasmada <<Es posible. Pero todos sabemos lo que ocurre en casos como estos. Nadie quiere adoptar niños con pasados tan problemáticos>>. En ese entonces respiró hondo, diciéndose a sí misma que haría todo lo que estuviera al alcance de sus manos para darle un buen futuro.

Poco después, Theo regresó al lugar, dejando sobre la mesa una cajita de chocolates con relleno de frutilla.

—¿Tienes un antojo? —bromeó Lucy, alzando las cejas. Le llamó la atención que, tan temprano, estuviera comprando golosinas. Una caja entera, precisamente—. No sabía que eras un amante de lo dulce. Eso es nuevo.

—Los compré para Mía —respondió mientras se acomodaba en la silla—. Desde que me dijo que eran sus favoritos, estuve buscándolos por todas partes. Parece que están en extinción o algo así —murmuró con un ligero tono divertido. Seguido, recogió la taza de café y bebió el primer sorbo. Lucy apoyó el mentón sobre la palma de la mano y lo contempló, abriendo los ojos de par en par no por sorpresa, si no conmovida por su dulzura. Mía sería feliz, cualquier niño lo sería si recibe una caja de su golosina preferida.

—Bueno, con eso tendrá suficiente para un mes —sonrió, todavía mirándolo. Durante un instante, se sintió estúpida, embobada por él, como una adolescente que tiene ante sus ojos a ese famoso que solo veía en sus posters—. Está mejorando ¿no? —Theo asintió—. ¿Tienes idea de cuánto tiempo más estará en el hospital?

Él tragó saliva, indeciso. Cada vez que imaginaba a Mía yéndose del hospital, se estremecía. No era una cuestión de egoísmo -uno de sus mayores deseos era verla mejorar y dejar esa habitación- más bien tenía que ver con el dolor que se siente cuando debes alejarte de alguien a quien aprecias. Se preguntó cómo de raros serían sus días sin verla, qué pasaría con todas las historias fantásticas que no terminaron de leer, quién resolvería todas sus preguntas curiosas o la calmaría con paciencia cuando despertaba en medio de la madrugada luego de tener una pesadilla. El problema era el desconocimiento de su destino, pero también el saber que comenzaría a formar parte de un sistema repleto de irregularidades e injusticias.




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