Frágil e infinito

Capítulo 21

Los cálidos rayos de sol acariciaron sus facciones a primera hora de la mañana. Somnolienta, sonrió. Días atrás, Mía descubrió que, si dejaba la cortina plegada hacia la izquierda, despertaría a causa de la luz natural. A diario, pasaba un largo rato observando el exterior a través de la ventana. Su habitación se encontraba en un octavo piso, alcanzaba a ver las calles como líneas diminutas, pero se entretenía curioseando los edificios que se encontraban a su alrededor. Había un balcón de una anciana repleto de plantas y flores que le resultaba fascinante, también le encantaba ese gatito color miel que solía asomarse detrás de un vidrio, o las mellizas de su edad que bailaban juntas en la sala, como si estuvieran dando un espectáculo para un público multitudinario. <<Sería lindo tener amigas>> pensaba. <<Una sala donde bailar. Una mascota. Y una familia>>. Quizá por eso le gustaba observar tanto. Podía armar historias en su mente con lo que veía. Se imaginaba viviendo en uno de esos apartamentos, ayudando a regar las plantas, bailando con esas niñas, acariciando al gatito que dormía en sus piernas.

El exterior le parecía impresionante visto desde esa habitación del hospital, pero temía que sus fantasías se cayeran a pedazos al salir de ahí. ¿Dónde iban los niños sin familias? ¿Podrá tener mascotas ahí? ¿Alguien la ayudará a leer sus libros favoritos? ¿Le gritarán si hace algo mal? ¿Qué pasará si no puede dormir? Sentía que en ningún otro sitio estaría tan segura como en el hospital. La habitación la sentía como propia, a pesar de que las personas que trataban su caso, le recordaban que no se quedaría ahí para siempre.

Después del desayuno, Mía sacó la libreta de dibujos, los crayones, las acuarelas, también las pegatinas y las cintas estampadas que Theo le había obsequiado. Ella lo definía como su <<cajón de arte>>, podía llevar su pasatiempo favorito a donde sea. Empezó a dibujar, escribir pequeños mensajes y decorar, en cada hoja ponía algo diferente. Luego, con cada papel, envolvió las barras de chocolate que Theo le trajo el día anterior. Casi saltó en la cama cuando se dio cuenta que se trataba de sus preferidas, las mismas que su mamá le regalaba. Al mismo tiempo recordó algo que ella solía decir <<si compartimos las cosas que nos hacen felices, seremos aún más felices>>.

Concentrada en una creación, advirtió la presencia de alguien más. Elevó la vista, sin dejar de colorear.

—¡Theo! ¿Por qué te vas?

—Tengo entendido que no se debe interrumpir a los artistas en su momento creativo—pronunció en un ligero tono divertido—. Venía a visitarte, pero veo que estás muy ocupada —contempló a su alrededor el panorama, las herramientas desplegadas sobre la mesa de cama y también en el colchón. Parecía un taller de artes plásticas o pintura.

—No tanto. Te puedes quedar —aseguró. Al adentrarse, notó la caja de chocolates vacía. Se preguntó a sí mismo si había sido una buena idea darle tantas golosinas a una niña.

—¿En serio? ¿Ya la terminaste? Pensé que habíamos pactado solo uno por día, señorita.

—¡No seas tonto! —Mía apretó una sonrisa—. ¿Cómo crees que puedo hacer eso? —recriminó, un tanto enfadada—. Están aquí —señaló un espacio de la cama—. Los quiero regalar. ¿Te molesta? Es que mamá decía que tenía que compartir.

—Error mío, lo siento. Lamento haberte creído capaz de romper el pacto —se disculpó, sentándose en una orilla vacía del colchón—. Creo que es una excelente idea, Mía. Tú mamá tenía razón. Compartir es importante.

—Guardé una para ti. Ten —extendió una barra de chocolate que había apartado. Él la sostuvo. Contempló el envoltorio que estaba pintado de color violeta claro, plagado de dibujos de pequeñas nubes y entre medio, corazones con brillitos. De un lado, contenía su nombre y del otro, un mensaje de pocas líneas que Theo leyó al instante.

"Eres un gran doctor y la mejor persona del mundo. Te quiero con todo mi corazón. Mía".

Sintió que su pecho vibraba a causa de una emoción profunda. Si su corazón alguna vez estuvo roto, esa simple línea colocó suficientes banditas sobre las grietas y lo unió todo. El tiempo se paró mientras contemplaba a la niña y entendía qué, habían formado un vínculo. Una conexión que iba más allá del trabajo, pensaba en ella al abrir los ojos cada mañana y era la última persona en su cabeza antes de dormir. En los ratos libres, ya no se marchaba tan seguido a casa, prefería visitarla y pasar tiempo con ella.

—Hey. Ven aquí —aludió—. ¿Me das un abrazo? —Mía apartó la mesa, se puso de rodillas sobre la cama y asintió, de inmediato lo abrazó por el cuello, cerrando los ojos y extendiendo una sonrisa—. También te quiero, eh —murmuró, acariciando su cabeza—. ¿Qué te parece si vamos a repartir el resto de los chocolates?

—¡Sí! Es una idea genial —enseguida se entusiasmó. A pesar de que le daba miedo salir al exterior -incluso a los pasillos del hospital- si Theo estaba a su lado, se sentía segura—. Tengo para Carol. También le guardaré uno a Lucy.

—Bien pensado. A Lucy le encanta el chocolate.

Una vez que Mía se calzó, Theo la ayudó a colocarse el abrigo por encima del pijama. También le preguntó si se veía bien, mientras se acomodaba el cabello rojizo con las manos. Luego, reunió los chocolates en la caja y la sujetó, dispuesta a regalarlos a todos. La gente en ese sitio había sido tan buena con ella, que tenía la inmensa necesidad de agradecer ese cariño. Un tanto tímida, salió de la habitación caminando a la par de Theo, que se detuvo a mitad de pasillo al toparse con un par de policías. Un hombre uniformado, junto a una mujer que vestía ropa corriente en tonalidades oscuras.

—¿Doctor Dankworth? —increpó el masculino. Inmutada, Mía se aferró a Theo, mientras sostenía la caja procurando no dejarla caer.

—Sí, soy yo. ¿Qué pasó?

—Ella es la inspectora Romano, agente Lewis por aquí. —El hombre uniformado los presentó. Theo saludó dando un apretón de manos a ambos, cordial—. Tenemos entendido que usted sigue el caso de Mía Wilson —aludió. La niña apretó el brazo de Theo con más fuerza tras oír su nombre y se ocultó ligeramente detrás de él.




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