La noche anterior, Theo a duras penas logró dormir cuatro horas de corrido. Había dado vueltas en la cama, fijándose cada tanto en el reloj del celular, aguardando el momento en que tuviera que volver al hospital. Tenía en su mesita de noche el mensaje que Mía le había obsequiado, no podía evitar leerlo cada vez que volteaba hacia ese lado. Nadie había tocado antes su corazón de esa forma. <<Solo puede confiar en ti porque la encontraste en su estado más vulnerable>>, había mencionado la psicóloga un par de semanas atrás. Sin embargo, no estaba seguro de que así fuera. Empezaba a pensar que era la inversa, Mía lo encontró a él. Le sujetó la mano apenas lo vio y, a partir de ese día, su vida no volvió a ser la misma. Ella fue la causa que lo reencontró con Lucy. Ella reflotó un deseo que había mantenido oculto por el simple hecho de que no encontraba a la persona correcta… El deseo de ser padre. Y así, durante esa madrugada en la que no podía dormir, se encontró estudiando la habitación de su casa que utilizaba como oficina. Preguntándose si cabía lo necesario para integrar a otra persona. Entendió que tal vez… Sí.
—¿Crees que tomamos la decisión correcta? —insistió Theo. Su lado profesional indicaba que había acertado, pero su lado más humano tenía miedo. Lucy le rodeó el cuello con un brazo, mientras permanecía sentada sobre sus piernas, dentro de una sala de descanso del hospital. Abrumado por lo que acontecía, Theo le rodeaba la cintura, robándole un beso de vez en cuando, buscando en sus labios un poco de calma.
—Sí. Claro que sí —aseguró la chica—. Además de que es peligroso que ese hombre esté suelto, encontrarlo también ayudará a esclarecer la historia de Mía. Será más sencillo que rehaga su vida, porque no tendrá que preocuparse de que su padre reaparezca de la nada. ¿Entiendes?
—Lo sé —llevó la vista al suelo. Su mandíbula se apretó, negando con la cabeza—. Pero no me parece justo tener que exponerla —dijo, abriéndose sincero. Si bien había tenido una conversación con Mía, en la cuál aceptó hablar con los agentes, todavía prevalecía ese impulso protector de querer mantenerla a salvo de cualquier cosa que pudiera dañarla.
—No, no es justo. Pero es necesario —le recordó, tomándolo del mentón para verlo a la cara—. Te lo agradecerá en un futuro —prometió—. De todos modos, tú estarás ahí. Tiene tu compañía, eso es importante— aquello logró sacarle una pequeña sonrisa. Lucy se acercó para besarlo, entonces, el buscador de Theo sonó—. ¿Qué pasa?
—Ya casi es la hora. Debería irme —se lamentó. Al mismo tiempo, elevó una mano para despejar los mechones de cabello que opacaban el rostro de Lucy—. ¿Quieres dormir en casa esta noche?
Las mejillas de Lucy se tornaron bordó. Deseó que su rostro estuviera de nuevo cubierto por su cabello. O una máscara. O cualquier cosa en la que pudiera ocultarse. No era la primera vez que dormía en su casa, pero la forma en que lo pronunció había sonado tan… Excitante, tentador e irreal. Todo al mismo tiempo.
—Eh… Sí. Está bien. Te puedo esperar para irnos juntos —respondió, tratando de asumirlo con normalidad, aunque su vientre estuviera alborotado por un cosquilleo irrefrenable. Era evidente que él conocía ese estilo de vida, pero ella no. Todo le resultaba una novedad—. ¿Sabes si está Jefferson? Necesito pedirle mi abrigo. Lo olvidé la otra noche.
—Uhm, no estoy seguro. Si no lo encuentras, podemos pasar por su casa más tarde.
—Claro. ¿Sabes donde vive? —indagó, a lo que el contrario negó—. Tampoco lo sé.
—Oh. Pensé qué… Él dijo… —Theo recordó a Jefferson expresando con soberbia que Lucy había estado en su cama. Su sangre ardió cuando todo en su cabeza se unió. Fue una mentira—. Olvídalo, Lu. Es un imbécil.
Confusa, Lucy arrugó el entrecejo. Sus alarmas se encendieron ante el repentino enfado de Theo, que de inmediato se reflejó en sus facciones.
—¿Qué dijo? —la chica le sujetó la mano, impidiendo que se marchara. Theo inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás y resopló, desbordado.
—Algo inapropiado para provocarme —se limitó a contestar. En ese momento, solo podía pensar en que Mía lo estaba esperando en su habitación—. Lo hablamos luego, ¿está bien? No quiero llegar tarde.
—Sí. No te preocupes. Sé que esto es importante para ti —delineó una suave sonrisa, comprensiva. Gracias a su capacidad de observación, le resultó sencillo darse cuenta que entre Mía y Theo existía un vínculo que sobrepasaba lo profesional. Por eso, mientras lo veía salir, su corazón se tambaleó. ¿Qué pasaría cuando tuvieran que separarse?
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Alexandra Romano llegó puntual. Guiada por Theo, la mujer de cuarenta y tres años, ingresó a la habitación en compañía del agente Lewis que tenía un poco menos de su edad. Ella mostraba un aspecto duro y, al mismo tiempo, natural. No portaba una sola gota de maquillaje. Llevaba el cabello rubio ceniza recogido en una coleta baja, vestía un pantalón negro recto, polera color gris y encima, una chaqueta de abrigo color chocolate. Lewis, en cambio, llevaba el uniforme de policía. Se ubicaron al lado derecho de la habitación, bajo la atenta mirada de Mía que, inquieta, apretó la mano de Theo que estaba del otro lado, junto a su cama. Previamente, él le había explicado que los agentes estaban ahí para ayudar, pero no podía bajar la guardia. Eran personas desconocidas, externas al hospital, que pretendían hacerle preguntas sobre un tema que no le agradaba.
—Gracias por aceptar hablar con nosotros, Mía —murmuró Alexandra—. Lo que tengas para decir es sumamente importante.
La niña, que miraba al piso, se encogió de hombros.
—¿Qué quieren saber? —cuestionó. Le urgía terminar con la situación lo antes posible—. Theo me explicó que van a preguntar sobre mi papá. No sé mucho de él —anticipó. En realidad, sabía que le gustaba sentarse a mirar la televisión mientras bebía alcohol. Recordaba su carácter inestable y que se enfadaba con facilidad, ante actos tan insignificantes como la caída de un alfiler. Lo había conocido recién a sus siete años, cuando el hombre regresó a la casa arrepentido, queriendo remediar errores del pasado. Su madre lo recibió y entonces, todo cayó en picada.