Había muchas cosas que Lucy tenía que aprender. A sus veintiocho años aún le costaba evitar las lágrimas en una discusión. Tenía que esforzarse al máximo para no echarse a llorar. Es que nada le agradaba ese tono que adquirían las personas al enfadarse, incluso cuando ella también había participado de la discusión. A pesar de que necesitaba de aquella caminata al aire libre, se detuvo en el parque más cercano, donde se sentó en una banca vacía. Pasó un buen rato ahí. Contempló a las familias en el sector infantil, los niños que se divertían, las madres y los padres que cuidaban de sus hijos. Se preguntó si se veía a sí misma en esa posición, se aterró al darse cuenta que no estaba lista para asumir esa clase de responsabilidades. Durante un largo tiempo, recordó como solía ser su vida: inestable. Sin rumbo. ¿Y sí su mamá tenía razón? Quizá era cierto que nunca podría adaptarse a las expectativas de Theo. Lo iba a decepcionar. Entonces, él tarde o temprano la dejaría. Imaginó que, fiel a su personalidad, lo haría del modo más inofensivo posible y sería tan doloroso, porque eso lo haría amarlo aún más. Pensó en las cosas que se habían dicho. Tuvo la sensación de que había sido dura con él, lo que no le gustó nada. Más allá de lo que pudiera pasar en el futuro, necesitaba con desesperación volver a la casa, darle un abrazo y pedirle disculpas.
De regreso, divisó a Theo sentado en un escalón del pórtico. Tenía el celular en la mano. Se veía preocupado de un modo tan auténtico que le dolió justo en el corazón. Ella quería hacerle la vida un poco más sencilla, no ponerle obstáculos.
—Lo siento —pronunciaron al unísono. Lucy estaba de pie frente a él.
—Estaba por marcarte —explicó Theo—. Perdón, de verdad. No sé qué me pasa —se pellizcó el puente de la nariz. Frustrado.
Paciente, ella se ubicó a su lado. Durante un instante se sintieron como dos universitarios teniendo una conversación honesta en los escalones de la facultad.
—Está bien. La que tiene que disculparse soy yo —resaltó—. Tú la estás pasando mal y, en lugar de ayudar, soy una piedra más en el camino.
Theo volteó a mirarla como si se hubiera enloquecido.
—Lu...
—¿Qué? Es la verdad —reprimió una sonrisa. Tuvo ganas de reírse de sí misma tras notar lo exagerada que había sido.
—No digas tonterías —indicó—. En serio, Lucy. Harás que me enfade de verdad contigo —bromeó. Aunque en realidad deseaba encontrar la manera de hacerle entender lo valiosa que era. Lo triste que sería el mundo si ella no lo estuviera habitando. Lo apagada que sería su vida si no la hubiera encontrado.
—Te traigo problemas.
—No lo haces. Y si lo hicieras, ¿qué? Los resolvería uno por uno si fuera necesario —continúo en un tono divertido.
—Siempre tienes una respuesta para todo —frunció levemente el entrecejo—. Solo dime algo más. ¿Estamos bien, Theo?
De inmediato, él la rodeó por los hombros con su brazo libre. No le importó la punzada de dolor que experimentó al presionarla contra su costado. Anhelaba esa cercanía. El contacto. Ellos dejándose ser.
—Claro que sí. Y sí algún día no lo estamos... Bueno, encontraremos la forma de resolverlo —aseguró—. Solo quiero que me prometas algo. ¿Lo harás? —Ella asintió. Ni siquiera lo había oído, pero no dudaba—. Si en algún momento sientes que esto es demasiado para ti o simplemente no es lo que quieres... Prométeme que me lo harás saber. Y qué si es necesario, saldrás por la puerta a buscar lo que te haga feliz.
Al final, eso era lo que más deseaba. Verla brillar. A su lado o en otro sitio, pero verla llenarse de luz y creer en sí misma era todo lo que importaba.
Lucy respondió con un beso. Inclinó la barbilla hacia arriba, atrapó sus labios, sintió la magia de sus energías conectando. Estaban juntos. Saboreó la agridulce sensación de saber que, más allá de todo, él velaba por su felicidad. Compartían un sentimiento único: se amarían cerca o lejos, en los próximos cinco minutos o en veinte años.
—Te lo prometo —susurró.
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Aunque se encontraba en un lugar agradable, no conseguía encajar del todo. Si bien era cierto que Ana y Sylvia eran amables y se aseguraban de que estuviera cómoda, carecían de tiempo suficiente para darle atención exclusiva: se ocupaban de quince niñas de entre seis y trece años.
En ocasiones, de manera imprevista, aparecían recuerdos suprimidos. Momentos que la mente de Mía evitaba recordar. Despertaban por un sonido, una imagen, una sensación o una simple palabra. En forma de pesadillas o a mitad de un día normal. En esos instantes, no sabía a quién recurrir. No conectaba con ninguna de esas personas que, aunque convivían con ella, le resultaban desconocidas. Así que, a sabiendas de que su única opción era consolarse a sí misma, recurría a las herramientas que había adquirido durante su estancia en el hospital. Se ponía a leer, elaboraba brazaletes o dibujaba durante horas sin prestar atención a su alrededor. Además, de ese modo el tiempo pasaba más rápido.
«No puedo decirte un día exacto, pero ey, cada día que pase será uno menos para que estemos juntos».
Le asignaron la cama junto a la ventana. Durante el día, le gustaba. Podía ver el gato anaranjado de una vecina que se asomaba a través del ventanal. Al igual que ella, el animal pasaba horas allí, mirando hacia la calle. Veía a los vehículos transitar, a los jóvenes que sacaban a pasear a sus mascotas, a la madre que pasaba cada día junto a sus dos niños que correteaban como si estuvieran disputando una carrera. Durante la noche, en cambio, le causaban un poco de miedo los ruidos que se escuchaban. El ambiente se encontraba tan silencioso cuando la luna reinaba en lo alto, que incluso la bulla que hacían los árboles al moverse por el viento, le causaba escalofríos. Hubiera pedido que la cambiaran de cama, pero rápido se dio cuenta que en ese lugar no podía «elegir», más bien, debía aceptar lo que le tocaba. Así que, cada vez que el miedo aceleraba su corazón, se abrazaba al oso de felpa y se ocultaba entre las mantas, esperando perderse en algún sueño.