Dan se despertó como cualquier otro día. El sol brillaba a través de las cortinas apenas entreabiertas, y el sonido suave del viento meciendo las ramas del árbol fuera de su ventana le resultaba familiar. Se desperezó lentamente, con la sensación de que algo no estaba del todo bien, aunque no podía precisar qué. A su lado, Keke, su fiel perro de pelaje grisáceo y orejas caídas, dormía profundamente. Dan sonrió al verlo tan relajado y le acarició la cabeza suavemente.
"Hoy será otro día normal", pensó, pero había algo en el aire, una ligera vibración, una incomodidad que apenas podía describir. Se levantó de la cama y miró alrededor de su habitación. Todo parecía en orden, salvo por un pequeño detalle: el reloj de la pared estaba detenido. Marcaba las 6:47, pero no había avanzado ni un segundo desde que Dan se despertó.
Miró su teléfono, pero la pantalla se quedó en negro, sin importar cuántas veces apretara el botón de encendido. Frunció el ceño. "Quizá se desconfiguró o algo así", murmuró para sí mismo, aunque no recordaba haberlo dejado sin batería. Miró nuevamente el reloj en la pared y un escalofrío recorrió su columna cuando se dio cuenta de que, ahora, marcaba las 6:48.
Dan sacudió la cabeza, decidiendo ignorar el pequeño malestar que lo acompañaba, y fue a prepararse para el trabajo. Mientras se vestía, escuchó un ruido suave detrás de él. Se dio la vuelta y vio a Keke mirándolo fijamente desde el umbral de la puerta. Su mirada parecía más penetrante de lo habitual, como si su perro supiera algo que él no comprendía. "Vamos, Keke, solo es otro día", le dijo con una sonrisa nerviosa. Keke no se movió.
En el camino al trabajo, Dan notó que el aire tenía un tinte diferente. Las personas a las que solía ver por el vecindario le sonreían de una forma que no podía entender. Había algo en sus sonrisas que le ponía incómodo. No era una sonrisa cálida, ni siquiera una sonrisa de cortesía. Era una sonrisa... demasiado perfecta, demasiado amplia, como si estuvieran imitando lo que creían que debía ser una expresión amigable, pero sin comprender realmente lo que significaba.
Dan apresuró el paso, aferrándose al mango de la correa de Keke con un poco más de fuerza de lo necesario. Cuando llegó a la parada del autobús, un hombre que no había visto antes estaba sentado en el banco. Llevaba un traje gris que parecía ligeramente descolorido, y sus ojos no se apartaban de los de Dan. Aquel hombre sonreía de la misma manera que los otros, una sonrisa que no parecía humana.
Dan desvió la mirada, inquieto, y revisó el horario de llegada del autobús. El cartel digital también marcaba la hora incorrecta: las 6:47. La misma hora que había visto en su reloj de pared al despertar.
"¿Qué diablos está pasando?", murmuró Dan, sintiendo que su piel comenzaba a erizarse. Decidió caminar en lugar de esperar el autobús. El trayecto al trabajo no era tan largo, y le vendría bien el aire fresco para despejar su mente.
Keke seguía a su lado, tranquilo, pero Dan no podía evitar notar que cada vez que miraba de reojo a su perro, sus ojos parecían estar fijos en algo invisible, algo que Dan no podía ver.
Al llegar a la oficina, las cosas se pusieron aún más extrañas. Todos sus compañeros de trabajo parecían estar en sus puestos, pero ninguno hacía ruido. Las teclas no sonaban, los teléfonos no timbraban, el murmullo habitual de las conversaciones había desaparecido. Y, sin embargo, todos estaban sonriendo.
"¿Hay alguna broma que me estoy perdiendo?", preguntó Dan con un tono de falsa jovialidad. Nadie respondió, solo continuaron con sus sonrisas forzadas.
El jefe de Dan, el Sr. Elian, salió de su despacho y caminó directamente hacia él. Su sonrisa era aún más perturbadora, sus ojos parecían vacíos. "Dan, me alegra verte. Hoy es un día especial", dijo en un tono plano, casi robótico. Antes de que Dan pudiera preguntar qué tenía de especial, el Sr. Elian simplemente dio media vuelta y se marchó.
Dan se sentó en su escritorio, el malestar creciendo dentro de él. Abrió su computadora, pero la pantalla se quedó en blanco. No había respuesta, ningún zumbido habitual, ningún ícono. Solo un vacío negro. "Esto es demasiado", pensó, levantándose rápidamente de su asiento. Keke seguía a su lado, pero ahora Dan podía sentir el peso de la mirada de su perro sobre él en todo momento.
Decidió que necesitaba aire, necesitaba salir de allí. Cuando llegó a la puerta, se detuvo. Afuera, las personas seguían caminando, pero todos llevaban esa misma sonrisa. Cada rostro que veía, cada par de ojos que se cruzaba con los suyos, estaba iluminado por esa sonrisa vacía.
Keke emitió un suave gemido. Dan lo miró y, por un momento, vio algo en los ojos de su perro que no había visto antes: una comprensión profunda, una empatía que parecía humana. "¿Qué está pasando, Keke?", le preguntó en un susurro, aunque sabía que su perro no podía responder.
Decidió volver a casa. Al caminar por las calles, el malestar que sentía no desaparecía. Cada paso que daba parecía resonar en su mente, como si el suelo bajo sus pies estuviera más firme de lo normal, más pesado. Las sonrisas seguían allí, en cada esquina, en cada rostro. Dan comenzó a correr, arrastrando a Keke detrás de él, quien apenas se resistía.
Cuando llegó a su casa, cerró la puerta de golpe y se apoyó contra ella, jadeando. Miró a Keke, quien ahora estaba sentado en el medio de la sala, mirándolo fijamente una vez más.
Dan se dejó caer en el sillón, tratando de calmar su respiración. Cerró los ojos, esperando que cuando los abriera, todo hubiera vuelto a la normalidad. Pero cuando los abrió, no estaba en su sala de estar. Estaba en su habitación, de pie junto a su cama. El reloj de la pared marcaba las 6:47.