Fragmento

Arte

El día comienza con el suave sonido de un reloj despertador. Martina se despereza en su cama con una sonrisa apacible, estirando los brazos hacia el techo como si abrazara el amanecer. El tenue brillo del sol se cuela por las cortinas, bañando su habitación con una calidez reconfortante. Saltando de la cama con energía, camina descalza por el suelo de madera hasta el baño.

La rutina de la mañana es un ritual que ha perfeccionado a lo largo de los años: cepillarse los dientes, lavarse la cara, atar su cabello en un moño alto. Cada movimiento es fluido, casi mecánico, pero lleno de una alegría inexplicable. Tararea una melodía suave mientras sale al pequeño balcón y riega sus plantas, hablando a cada una como si fueran amigas de toda la vida.

Después, regresa al interior y camina hacia el calendario que cuelga de la pared. Toma un marcador rojo y, con una sonrisa, traza una línea gruesa sobre el día anterior. Otro día tachado, de los noventa días tachados. Todo en orden.

La cocina la espera. El aroma del café recién hecho llena el aire, envolviendo la casa con una familiar sensación de calma. Martina coloca dos medialunas en un plato y se sienta frente a su ventana, observando el cielo azul claro, sin una nube en el horizonte. Cada mañana sigue esta misma secuencia, en perfecto equilibrio, como si el tiempo y el espacio fueran constantes e inmutables.

Sin embargo, hay algo en el silencio de esta mañana que es... diferente. Es como si el mundo a su alrededor estuviera demasiado quieto, demasiado contenido. Pero Martina no se detiene a pensarlo mucho. Saca su cuaderno de bocetos y comienza a esbozar el cielo, el pincel deslizándose sobre el papel con naturalidad, dibujando las líneas de un día sereno.

De repente, un sonido sordo y distante rompe el aire. Algo choca contra la puerta de su casa, y por un momento, Martina frunce el ceño. Pero luego suspira, sin perder la calma. Se levanta lentamente, como si hubiera olvidado algo, y camina hacia una de las paredes del comedor, donde descansa una escopeta. La toma con una tranquilidad inusitada, caminando hacia la entrada principal, donde coloca dos tablas adicionales sobre la puerta, asegurándolas con clavos que parece tener listos para momentos como este.

Las ventanas están reforzadas con metal, y el pasillo que conduce al comedor está lleno de barricadas que apenas dejan espacio para moverse. Desde detrás de las cortinas gruesas, el sonido de gemidos lejanos retumba en el aire. Ella no se inmuta. Regresa a su silla, tomando un sorbo de café y mirando de nuevo su dibujo.

Las hordas afuera parecen infinitas, pero su mirada permanece fija en la obra que tiene delante. A lo lejos, se escuchan los arrastrados pasos de los zombis que rodean la casa. El cielo que ella pinta en su cuaderno es brillante, azul, lleno de esperanza, en contraste con la oscuridad que reina más allá de su fortaleza improvisada, con abundancia de alimento y una gran reserva de agua.

Martina toma un respiro profundo, inhala el aroma del café y sonríe para sí misma. El caos afuera parece lejano, irrelevante. Ella sigue pintando, sintiendo cómo cada pincelada la conecta con algo más grande, algo más hermoso.

Mira su obra con satisfacción, deja el pincel a un lado y, con los ojos cerrados, aspira el aire fresco que entra por una de las pocas rendijas no bloqueadas de la ventana.

—Buenos días —dice en voz baja, antes de tomar otro sorbo de café, ignorando el golpeteo insistente de los muertos vivientes al otro lado de la puerta.

La respiración de los zombis es un rugido distante, un susurro tétrico que se desliza a través de las grietas de su fortaleza, como si el mundo exterior no quisiera dejarla olvidar lo cerca que está de la muerte.

Afuera, el paisaje es desolador. Las calles están cubiertas de escombros, autos volcados, vidrios rotos y cuerpos inmóviles que alguna vez fueron humanos. Las paredes de los edificios cercanos están manchadas de sangre seca, y el aire huele a podredumbre, a carne descompuesta bajo el sol ardiente. Las hordas de zombis caminan torpemente, sus pasos arrastrados dejando huellas profundas en el polvo acumulado. Algunos tienen cuerpos enteros, mientras que otros, grotescamente mutilados, avanzan como si no tuvieran consciencia del dolor o del tiempo. Sus rostros deformados se giran al unísono hacia cualquier sonido, como si el eco de una vida pasada los arrastrara hacia lo que alguna vez fue humano.

El golpeteo de los zombis contra las paredes de su casa es incesante, pero su casa, su refugio, ha resistido a todo. Tablas de madera cruzan cada ventana, reforzadas con clavos gruesos, y detrás de la puerta principal, múltiples candados y cadenas aseguran que, al menos por el momento, su pequeña trinchera siga intacta. En las esquinas del techo, unas pequeñas trampas caseras cuelgan listas para disparar clavos y cuchillas en caso de un ataque masivo.

El ruido se intensifica. Un golpe más fuerte resuena en la puerta principal, como si algo más grande, más pesado, estuviera intentando derribarla. Martina no reacciona con terror ni ansiedad. En lugar de eso, su respiración se calma aún más. Acaricia suavemente el borde de su taza de café, tomando un pequeño sorbo y saboreando el amargo calor que le recuerda que sigue viva.

Mira su cuaderno de bocetos, el dibujo del cielo casi terminado, y sonríe. El contraste entre lo que está plasmando en papel y la realidad que la rodea es tan brutal que le resulta casi poético. El cielo que pinta no tiene las nubes oscuras y el humo denso que cubre el horizonte allá afuera. En su arte, el cielo es claro, sereno, brillante, como el que recordaba antes de que todo se desmoronara. Un cielo imposible.




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