Fragmento

Dana

Elliot caminaba sigilosamente por el bosque, con una bolsa llena de frascos vacíos colgando de su cinturón. El aire era fresco, casi glacial, típico de esas noches de otoño. Sabía que la vampira que vivía en la vieja mansión a las afueras necesitaba su alimento. Él mismo se había ofrecido, no por devoción, sino por una extraña mezcla de miedo y fascinación. Su trabajo era sencillo: recolectar sangre de animales. No podía imaginar lo que sucedería si ella tuviera que alimentarse de algo más... o de alguien.

Cada noche, Elliot regresaba con frascos llenos de sangre fresca, suficientes para mantenerla saciada sin necesidad de cazar humanos. Había pasado casi un año desde que conoció a la vampira, quien nunca le hablaba, solo tomaba lo que él traía y se retiraba a las sombras. Nunca había visto su rostro por completo, siempre envuelto en un manto de oscuridad. Pero sabía que, en algún punto de su vida, ella había sido humana.

El proceso de recolección de sangre se había vuelto mecánico para él. Pasaba horas en el bosque, atrapando pequeñas criaturas, drenándolas con habilidad y sin emoción, y luego regresaba a la mansión. Era una rutina que, aunque macabra, ya no le perturbaba.

Esa noche, Elliot estaba de vuelta en su camino habitual, con la luna llena iluminando el cielo. Las ramas crujían bajo sus botas, y los frascos llenos de sangre tintineaban en la bolsa. Todo parecía tranquilo hasta que, de repente, tres figuras emergieron de entre los árboles.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? —dijo el líder del grupo, un hombre de rostro cruel y cicatrices que cruzaban su mejilla—. Pareces llevar algo interesante.

Los otros dos lo rodearon rápidamente, mientras Elliot intentaba mantener la calma. Uno de ellos le arrebató la bolsa, examinando los frascos con burla.

—¿Sangre? ¿Qué clase de loco lleva esto consigo? —dijo uno de los secuaces, vaciando un frasco en el suelo con desprecio.

—Es mejor que nos entregues todo lo que tienes —agregó el líder, sacando una navaja.

Elliot no era un luchador. Intentó retroceder, pero pronto se dio cuenta de que no tenía salida. Se preparó para lo peor, incapaz de defenderse. La sensación de impotencia lo invadió, su cuerpo temblaba de miedo. Los hombres comenzaron a avanzar, pero antes de que pudieran hacerle daño, una sombra pasó veloz frente a ellos.

De la nada, ella apareció.

La vampira, su protectora silenciosa, había llegado. Se movía con una gracia antinatural, sus ojos brillando como brasas en la oscuridad. Antes de que los hombres pudieran reaccionar, ella ya había acabado con el primero, su cuello roto en un instante. El segundo intentó huir, pero ella fue más rápida. En un parpadeo, su cuerpo cayó al suelo inerte. El tercero, el líder, intentó defenderse con la navaja, pero fue inútil. Con un golpe certero, ella lo inmovilizó y lo dejó caer sin vida.

Todo ocurrió en cuestión de segundos, una danza letal bajo la luz de la luna.

Elliot observaba, paralizado por la sorpresa y el horror. Nunca había visto a la vampira luchar, y menos de esa manera. Era como ver una fuerza de la naturaleza desatada. Cuando el último de los maleantes cayó, ella se giró hacia él. Por primera vez, sus ojos se encontraron.

—Gracias... —dijo ella con una voz suave, quebrada por el esfuerzo—. Mi nombre es... Dana.

Antes de que Elliot pudiera decir algo, Dana cayó desmayada en sus brazos, su cuerpo frágil, pero aún así poderoso. Su piel estaba fría como el hielo, y parecía haber agotado todas sus fuerzas protegiéndolo.

Con cuidado, Elliot la levantó, sorprendido por lo ligera que era. A pesar de su apariencia feroz, había algo profundamente humano en ella en ese momento. Sin dudarlo, comenzó a caminar de regreso a la mansión, cargando a la vampira que lo había salvado.

La noche había cambiado para siempre. Mientras el viento soplaba entre los árboles y las sombras se alargaban, Elliot comprendió que su relación con Dana había evolucionado. Ya no era solo un recolector de sangre. Algo más había nacido entre ellos, un vínculo que iba más allá de la necesidad. Un lazo forjado en la oscuridad, donde él no solo la cuidaba, sino que ahora ella también lo protegería.




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