Fragmento

Vigilante

En un pequeño pueblo donde las sombras se alargaban al atardecer, Ron vivía una vida apacible y solitaria. Era un chico tranquilo y educado, un amante de la lectura que pasaba horas sumergido en los mundos de las novelas que lo transportaban lejos de la rutina diaria. Su habitación estaba repleta de libros, cada uno con un pedazo de su alma impreso entre sus páginas. Sin embargo, había algo en su vida que no podía evitar: un inmenso ojo que lo miraba desde el cielo.

El ojo era una anomalía en el firmamento, tan vasto que podía ver más allá de lo que cualquier humano podría imaginar. Sus iris eran de un color verde intenso, rodeados de un blanco brillante que parecía brillar con una luz propia. En un primer vistazo, su presencia era aterradora; parecía escudriñar cada rincón del mundo, observando a cada persona que pasaba, a cada secreto que se ocultaba en la penumbra. La mayoría de los habitantes del pueblo vivían con una inquietante sensación de ser vigilados, con un nudo en el estómago que los acompañaba a cada paso.

A pesar de la incomodidad general, Ron no compartía esa inquietud. Desde el primer día que lo vio, se sintió atraído por la magnitud de aquel ojo. Mientras sus vecinos apartaban la mirada, él lo contemplaba con fascinación. Se preguntaba qué pensamientos se ocultaban detrás de su mirada y si, de alguna manera, el ojo también conocía su amor por la lectura y los mundos que exploraba. Mientras los demás se encerraban en sus casas al caer la noche, él se quedaba en su jardín, un libro en mano, perdido en sus historias mientras el ojo lo observaba desde lo alto.

Los días se convertían en semanas, y las semanas en meses. Ron continuó con su vida, disfrutando de su rutina. Se despertaba temprano para ir al trabajo, donde pasaba horas en la biblioteca del pueblo, rodeado de libros y el suave murmullo de páginas pasando. La gente a menudo se quejaba del ojo, hablando en voz baja sobre su presencia ominosa. Sin embargo, para Ron, era un recordatorio constante de que el mundo era más grande de lo que la gente creía.

Una noche, después de un largo día de trabajo, Ron salió de la biblioteca con la mente cansada, pero el espíritu ligero. La luna iluminaba su camino mientras caminaba por las calles vacías. El ojo estaba ahí, una vez más, contemplándolo con la misma curiosidad que él había sentido durante todos esos años. Esta vez, sin embargo, el ojo estaba cerrado, como si hubiera decidido descansar del mundo.

— Duerme bien, amigo. Parece que también estás cansado—murmuró Ron con una sonrisa, sintiéndose conectado de alguna forma con aquella presencia celestial.

Siguió su camino hacia casa, la noche envolviéndolo en un manto de calma. Al llegar, se despojó de la fatiga del día y se acomodó en su cama. La suavidad de las sábanas y el murmullo del viento afuera lo arrullaron.

—Qué bien, mañana es sábado— dijo cerrando los ojos mientras una sensación de paz lo envolvía, con el ojo aún presente en su mente, un guardián silencioso de sus sueños.

El ojo en el cielo se había convertido en una parte inseparable de la vida del pueblo. Algunos lo llamaban "el Vigilante", mientras que otros se referían a él como "el Ojo de la Noche". Durante el día, su presencia era abrumadora; su mirada omnisciente se posaba sobre cada uno, desnudando sus secretos y miedos más profundos. Las conversaciones en las calles giraban en torno a él, susurros nerviosos que se compartían en la penumbra de los cafés o en la privacidad de los hogares. Muchos sentían que su vida estaba marcada por la ansiedad, siempre bajo la atenta observación de aquella entidad celestial.

Para la mayoría, la noche traía un alivio momentáneo. Cuando el sol se ocultaba en el horizonte, el ojo se cerraba lentamente, como si se sumergiera en un sueño profundo. Era entonces cuando el pueblo podía respirar. Las risas y las charlas se reanudaban, y las sombras parecían menos amenazadoras. La gente se reunía en las plazas, intercambiando historias y compartiendo momentos que el ojo, con su presencia implacable, había robado durante el día.

Sin embargo, para aquellos que temían el ojo, su cierre era solo un paréntesis en la inquietud. Sabían que al amanecer, el ojo volvería a abrirse, y con ello, el miedo se deslizaría nuevamente en sus corazones. Las leyendas sobre el ojo proliferaban; algunos decían que era un dios antiguo que había decidido vigilar a la humanidad, mientras que otros creían que era un castigo por los pecados del mundo.

Pero para Ron, el ojo era algo más. Era un recordatorio de la maravilla del universo, un símbolo de lo desconocido que siempre le había fascinado. Mientras otros temían lo que el ojo podía ver, él lo encontraba reconfortante. Su curiosidad era más grande que su temor, y en cada mirada hacia el cielo, veía la promesa de historias por descubrir, no solo en los libros, sino también en la vida misma.

Así, el pueblo seguía su rutina, con el Vigilante en lo alto y Ron, siempre en paz, listo para enfrentar otro día bajo su mirada, consciente de que la verdadera fascinación estaba en la conexión que todos compartían con aquel inmenso ojo que observaba desde el infinito.

—¡Hola amigo! ¡Que tengas un bonito día!—saludó Ron al cielo.

El ojo lo miró y parpadeó una vez.

Ron se rio.

—¿Sí? ¿Sí qué?




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