El reloj de pared marcaba un compás de agujas que parecían titubear, indecisas, como si no supieran si avanzar o retroceder. Ernesto se encontraba en su sillón favorito, un trono desgastado que una vez fue símbolo de su dominio sobre las trivialidades del día a día. A su alrededor, la sala era un jardín extraño: los muebles eran árboles torcidos, las fotografías colgaban como frutos maduros a punto de caer, y las cortinas ondeaban como hojas cansadas en un otoño interminable.
A sus pies, una alfombra deshilachada le susurraba historias, pero estas eran confusas, fragmentadas. Ernesto entrecerraba los ojos, esforzándose por desenmarañar los hilos, pero los recuerdos no eran más que pétalos descoloridos que se escapaban entre sus dedos.
El jardín siempre había sido su refugio. Durante años, Ernesto cuidó con esmero cada rincón de su memoria, como si fuera un paisaje interno donde los eventos de su vida crecían en forma de flores, árboles y hierbas silvestres. Podía pasear por él y encontrar la risa de su hija en un rosal, el aroma del café de su esposa en un jazmín, o los días de juventud en un robusto roble que se alzaba al centro. Pero un día, algo cambió.
Mientras intentaba recordar el nombre de una flor, se dio cuenta de que el rastro de su aroma se perdía en un silencio inquietante. Se detuvo, mirando hacia un rincón del jardín donde antes había un vibrante girasol. En su lugar, solo quedaba un tallo seco, quebradizo, como si el sol hubiera dejado de alumbrar ese rincón.
"¿Qué estaba aquí?", se preguntó, pero el viento no le dio respuesta.
Con el tiempo, el viento comenzó a soplar más fuerte en su jardín. Al principio, era una brisa ligera que borraba los nombres de las flores. "¿Era un narciso o un lirio?", se preguntaba, pero pronto se dio cuenta de que no importaba, porque al día siguiente ni siquiera recordaría que hubo una flor allí.
Luego el viento comenzó a arrancar arbustos enteros. De repente, Ernesto caminaba por claros vacíos donde antes había vivido un bosque frondoso de recuerdos. Trató de plantar nuevas semillas, memorizando los rostros de su familia, las fechas importantes, pero el suelo se negaba a sostener las raíces.
"Papá, ¿te acuerdas de aquel verano en la playa?", le preguntó su hija un día, pero Ernesto solo pudo ofrecerle una mirada perdida. El mar ya no estaba en su jardín, solo un páramo seco donde antes las olas danzaban con espuma.
El olvido no llegó de golpe, sino como una plaga. Primero, pequeños brotes de maleza comenzaron a trepar por los troncos de los árboles de su memoria. Luego, hongos venenosos crecieron donde antes había flores. Ernesto trató de arrancarlos, pero sus raíces estaban profundamente entrelazadas con el suelo. Pronto, las plagas se extendieron como un ejército invasor, dejando a su paso un paisaje cada vez más irreconocible.
"¿Qué es esto?", se preguntaba al despertar, mirando las paredes de su propia casa. Los cuadros parecían ventanas a un mundo que ya no le pertenecía, y las personas que aparecían en ellas eran extraños. A veces, veía a su esposa y no podía recordar si era un retrato o un espejo.
"¿Quién soy?", murmuraba, mientras el viento se llevaba su propia voz.
Los faros apagados...La grieta de la invasión.
Un día, Ernesto se encontró perdido en el centro de su jardín. Todo estaba cubierto de niebla. Los caminos que antes conocía como la palma de su mano habían desaparecido. Se dio cuenta de que las señales que guiaban su vida –los rostros, las voces, los olores familiares– se estaban apagando como faros en una noche tormentosa.
"¿Dónde estoy?", preguntó, pero la niebla no respondió. Caminó y caminó, buscando un punto de referencia, pero solo encontró sombras de cosas que alguna vez amó. Un columpio que chirriaba sin nadie que lo empujara. Un riachuelo seco que antes cantaba canciones de infancia.
Finalmente, se topó con un espejo roto. En sus fragmentos, vio destellos de lo que fue: un joven corriendo bajo la lluvia, un hombre sosteniendo a un bebé, un anciano sonriendo en una mesa rodeada de familia. Pero los fragmentos estaban dispersos, y no podía juntar las piezas.
Un día, mientras Ernesto vagaba por su jardín, encontró una figura extraña. Era alta, envuelta en un manto oscuro que parecía absorber la luz. La figura no hablaba, pero su presencia era abrumadora. Ernesto sintió que la conocía, aunque no sabía de dónde.
"¿Quién eres?", le preguntó con voz temblorosa.
"Soy el Jardinero", respondió la figura con una voz que resonaba como hojas secas. "He venido a ayudarte."
"¿Ayudarme? ¿A hacer qué?", preguntó Ernesto.
"A dejar ir."
El Jardinero comenzó a arrancar las pocas flores que quedaban en el jardín, una por una. Ernesto intentó detenerlo, pero sus manos atravesaban el manto de la figura como si fuera humo. Quería gritar, pero no encontraba las palabras. Al final, solo pudo mirar cómo su jardín se vaciaba, convirtiéndose en un terreno baldío.
Cuando todo estuvo hecho, solo quedó una flor en el centro del jardín: un rosal pequeño pero vibrante. El Jardinero se acercó a él, pero esta vez, Ernesto lo detuvo.
"Por favor, no esa", rogó. "Es... es importante."
El Jardinero lo miró en silencio durante un largo rato. Finalmente, bajó la mano.