Fragmento

Aguas Tranquilas

En una noche sin luna, en un rincón remoto del Atlántico, un barco pesquero llamado Mar de Jako cortaba las aguas como un cuchillo en la oscuridad. Era una tripulación sencilla: cinco hombres endurecidos por el salitre y las tormentas. Aquella noche, el radar empezó a fallar. No era extraño en esas aguas, pero algo en el aire se sentía distinto. Un frío penetrante los envolvió, el tipo de frío que se siente más en los huesos que en la piel.

Julián, el más joven del grupo, miró hacia el horizonte. Una figura emergía entre la neblina, oscura y descomunal. Era un barco, pero no como los que solían cruzar en alta mar. Este parecía suspendido en el tiempo, con velas negras y jirones de tela ondeando en un viento inexistente.

—¿Qué demonios es eso? —murmuró Julián, su voz quebrada.

El capitán Efraín entrecerró los ojos y, sin apartar la mirada, respondió:

—Nada bueno. Mantén el rumbo y no te distraigas.

Pero el Mar de Jako no obedeció. Por más que ajustaran las máquinas, el barco comenzó a derivar hacia la enorme embarcación. Ninguno de los tripulantes entendía cómo era posible. Las aguas estaban en calma, pero era como si una fuerza invisible los arrastrara.

A medida que se acercaban, el barco fantasma revelaba más detalles: una proa tallada con figuras grotescas, rostros alargados y deformes que parecían gritar en silencio. El casco estaba cubierto de algas fosforescentes, iluminándolo con un brillo macabro.

—No nos acerquemos más —dijo Omar, el mecánico, mientras encendía un cigarro con manos temblorosas.

Pero ya era tarde. Estaban lo suficientemente cerca como para escuchar algo extraño: un crujido constante, como si el barco respirara.

Efraín ordenó detener el motor, pero este se apagó por sí solo. Sin energía, quedaron varados junto al barco espectral. A pesar del miedo, Julián sugirió explorar. No había señales de vida, pero quizá encontrarían combustible o algún equipo que pudiera ayudarlos a reparar el radar.

—Es una locura, pero no tenemos muchas opciones —admitió Efraín.

Con linternas y una soga, cuatro de ellos abordaron el barco. Omar se quedó en el Mar de Jako, prometiendo que intentaría arreglar el motor.

El aire en el barco fantasma era denso, cargado de un olor a madera podrida y algo metálico, como sangre vieja. Las cuerdas crujían como si alguien las tensara, pero no había viento. Avanzaron lentamente, iluminando pasillos estrechos y cubiertos de moho.

En el primer camarote encontraron una mesa redonda con cartas esparcidas. Las cartas estaban húmedas, pero las palabras eran legibles, aunque escritas en un idioma desconocido. Uno de los hombres, Salvador, recogió una carta al azar y la leyó en voz alta.

—No lo hagas, no sabemos qué significa —advirtió Julián.

Pero Salvador, terco, ignoró el consejo. Mientras leía, las paredes parecieron emitir un gemido bajo y profundo.

De repente, un golpe sordo sacudió el barco.

—¿Qué fue eso? —preguntó Julián, sudando a pesar del frío.

—Algo no quiere que estemos aquí —murmuró Efraín.

Cuando intentaron regresar al Mar de Jako, descubrieron que la soga estaba cortada. La embarcación había desaparecido, tragada por la niebla.

Encerrados en el barco, exploraron con más desesperación. Encontraron el comedor principal, donde mesas largas estaban puestas con vajillas corroídas. Había platos aún llenos de comida descompuesta, y en cada silla, un esqueleto vestido con ropas que parecían de siglos pasados.

Uno de los hombres, Miguel, notó algo en las manos de los esqueletos: cada uno sostenía un objeto diferente. Un cuchillo oxidado, una brújula rota, un reloj de bolsillo detenido a las tres en punto. Miguel tomó el reloj, y al instante, las luces de las linternas parpadearon.

—¡Déjalo! —gritó Julián, pero ya era tarde.

Un sonido gutural resonó por los pasillos, como si algo gigantesco se arrastrara por las entrañas del barco. La madera bajo sus pies empezó a crujir, y un líquido negro comenzó a filtrarse entre las grietas, subiendo lentamente como si el barco estuviera llenándose de una marea oscura.

Intentaron correr, pero el pasillo parecía interminable. Las puertas a su alrededor se cerraban con violencia, y el aire se llenó de susurros en un idioma que no entendían. Efraín fue el primero en caer; algo invisible lo sujetó por los pies y lo arrastró hacia las sombras, su grito apagándose en la distancia.

Finalmente, Julián, Salvador y Miguel llegaron a lo que parecía ser la cabina del capitán. En el centro, un enorme diario descansaba sobre un atril. Las páginas estaban amarillentas, pero el texto parecía recién escrito.

Salvador lo abrió, y una frase en español destacaba entre las demás:

"Todo aquel que lea estas palabras pertenece al barco."

La puerta se cerró detrás de ellos con un estruendo. El capitán del barco fantasma apareció, un hombre alto con un rostro oculto bajo un sombrero de tres picos. Sus ojos brillaban como brasas, y su presencia parecía absorber la luz.

—¿Quién eres? —balbuceó Julián, retrocediendo.

—No soy nadie. Pero ahora ustedes son parte de mi tripulación —respondió el hombre, su voz resonando como un eco.




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