Fragmento

Vida

Ulises Cortez era un hombre atormentado por la perfección. Desde joven, su talento como pintor había sido considerado casi sobrenatural; sus lienzos capturaban la esencia de la realidad con una precisión y emotividad que dejaban a los espectadores sin palabras. Sin embargo, para él, siempre faltaba algo. Cada trazo, cada mezcla de colores, cada sombra calculada, por más que deslumbrara al mundo, se sentía vacío para su creador.

Pasaba horas frente al caballete en su estudio, una habitación en penumbra, iluminada únicamente por una lámpara que colgaba justo sobre su lienzo. En ese espacio, sus manos trabajaban con precisión quirúrgica. Su técnica era impecable: mezclaba pigmentos con una destreza que parecía casi divina, logrando tonalidades imposibles. Pero cada vez que terminaba una obra y daba un paso atrás para observarla, sentía una punzada en el pecho. "No es suficiente", murmuraba siempre. Y lo archivaba junto a las demás pinturas, hermosas pero vacías.

Con el tiempo, su estudio se convirtió en un mausoleo de su propia frustración, lleno de paisajes vibrantes, retratos perfectos y escenas oníricas que otros habrían considerado obras maestras, pero que él veía como fracasos.

Una noche, tras semanas de silencio creativo, Ulises se sentó frente a un lienzo en blanco, decidido a intentar algo diferente. Esta vez, no buscaría perfección, sino emoción. Algo humano. Algo real.

Cerró los ojos y recordó. No buscó técnicas ni teorías; buscó memorias, momentos. Pensó en la primera vez que vio a su hermana correr por el campo con un sombrero de sol; en la pureza de su risa, en la inocencia de esos días. Recordó su propia infancia perdida y cómo los años se la habían arrebatado sin piedad.

Comenzó a pintar.

Cada pincelada era una catarsis. Sus manos temblaban, pero no por inseguridad, sino por la intensidad de lo que estaba plasmando. Pintó a una niña de cabello rubio, ojos brillantes y rostro lleno de esperanza, con un sombrero de ala ancha que proyectaba sombras suaves sobre su rostro. En sus manos, sostenía una pequeña flor, frágil pero vibrante.

A medida que trabajaba, sentía que su propio corazón dolido se vertía en el lienzo. La frustración, la agonía de nunca ser suficiente, se mezclaban con una esperanza tímida que había permanecido enterrada durante años. Cuando finalmente terminó, el amanecer asomaba por la ventana. Exhausto, dejó el pincel, miró su obra y por primera vez en décadas sonrió. "Lo conseguí", susurró antes de derrumbarse en la cama.

Aquella noche, un ruido suave lo despertó. Ulises abrió los ojos y vio algo imposible. Frente al caballete, la niña del cuadro lo miraba. Sus ojos brillaban como estrellas, y su cabello dorado parecía capturar la luz de la lámpara del estudio.

—Hola, papá —dijo la niña con una voz que era un susurro cálido.

¿El Milagro de Catrina, el milagro de dios, o el milagro de Ulises Corteza? Jamás se sabría.

Ulises sintió que las lágrimas brotaban sin control. Se arrodilló frente a ella, incapaz de articular palabra. Había pasado su vida buscando algo que ni siquiera sabía cómo describir, y ahora lo tenía frente a él.

—Por fin, lo hice, lo conseguí...Catrina —murmuró, sonriendo entre lágrimas.

La llamó Catrina, un nombre que le surgió al instante, como si siempre hubiera estado esperando para ser pronunciado. Desde ese día, Catrina vivió en su estudio, y Ulises jamás permitió que nadie más viera aquel cuadro. Para el mundo, seguía siendo un pintor obsesionado con su obra maestra, a la que llamaba "Vida". Mientras tanto, Catrina le hacía compañía, paseando por los muros del estudio, observándolo pintar y hablándole con una inocencia y sabiduría que sólo ella podía tener.

Ulises continuó vendiendo sus otras obras, acumulando fortunas, pero su verdadera devoción era Catrina. Cada pincelada que daba en otros lienzos era un tributo a ella, un intento de capturar aunque fuera una fracción de la magia que había logrado.

Con el tiempo, Ulises utilizó su riqueza para construir una inmensa mansión en la cima de una colina, un lugar donde pudiera dedicarse por completo a su arte. Pero esta no sería una casa cualquiera. Desde el suelo hasta el techo, cada centímetro de la mansión sería un lienzo.

El exterior era una fachada discreta, blanca y sin adornos, pero al cruzar la puerta principal, los visitantes entraban en otro mundo.

En la entrada, Ulises pintó un cielo eterno, con nubes suaves que parecían flotar sobre las cabezas de quienes pasaban. El suelo era un río cristalino, y al caminar, los visitantes sentían que el agua se movía bajo sus pies.

En los pasillos, Ulises creó un bosque encantado, con árboles cuyos troncos parecían extenderse hacia el infinito. Pájaros de colores imposibles volaban entre las ramas, y pequeños animales espiaban desde los arbustos.

Cada habitación tenía un tema único. Una estaba dedicada a un pueblo bullicioso, con mercados llenos de frutas y personas pintadas que parecían moverse cuando no se les miraba directamente. Otra era un vasto desierto, con dunas doradas y un sol que brillaba con tal intensidad que los visitantes sentían calor en la piel.

Pero el corazón de la mansión era el gran salón. Allí, Ulises dedicó años a pintar una ciudad entera, con calles adoquinadas, casas llenas de vida y un parque central donde los niños pintados jugaban y reían. En el centro del salón, sobre un pedestal, estaba el cuadro de Catrina.




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