La primera sensación que tuvo al abrir los ojos fue el frío, pero no un frío cualquiera, sino un frío que penetraba más allá de la piel, más allá de los huesos, como si estuviera siendo arrancado de su interior. Su cuerpo estaba rígido, como si la escarcha se hubiera apoderado de cada fibra muscular. Al inhalar, su pecho se negó a moverse del todo. Estaba ahogándose.
Trató de levantarse, pero sus extremidades no respondían. Solo entonces, al parpadear repetidamente y acostumbrarse a la oscuridad difusa, se dio cuenta de dónde estaba: un paisaje árido, rojo y desolado. El suelo era rugoso y polvoriento, el horizonte infinito y vacío. Marte.
Quiso gritar, pero no había aire. Un dolor agudo le quemó los pulmones como si estuvieran siendo desgarrados. Se llevó las manos a la garganta, y el guante de su traje... ¿su traje? No llevaba ninguno. Su piel desnuda enfrentaba directamente la atmósfera mortal del planeta.
El primer cambio fue inmediato. Las burbujas de nitrógeno comenzaron a formarse en su sangre, un fenómeno conocido como embolia gaseosa. Su cuerpo empezó a hincharse grotescamente. No como un globo a punto de estallar, sino de manera errática: una mano más grande que la otra, su abdomen distendido, mientras las venas de su rostro sobresalían como raíces enredadas bajo su piel.
Las lágrimas brotaron de sus ojos instintivamente, pero no llegaron a correr. Se evaporaron al instante, dejando un ardor seco y una sensación de vacío detrás de sus párpados. Sentía como si los globos oculares estuvieran siendo exprimidos, sus capilares explotando en diminutas explosiones de dolor.
El siguiente golpe fue el frío absoluto. La temperatura en Marte puede descender a -100°C, y sin la protección de un traje, la piel comenzó a cristalizar. Las partes de su cuerpo expuestas al viento marciano se cubrieron de una fina capa de hielo, mientras sus extremidades, incapaces de mantener el calor, se congelaban lentamente. Las uñas de sus pies y manos se separaron de los dedos, y una negrura putrefacta empezó a envolver la carne que alguna vez estuvo viva.
Pero lo peor era el vacío. En un entorno sin presión atmosférica, el agua de su cuerpo se transformó instantáneamente en vapor. Su lengua se hinchó y llenó su boca hasta casi asfixiarlo, mientras sus pulmones colapsaban al intentar aspirar lo inexistente. Era como si su cuerpo estuviera siendo drenado de adentro hacia afuera, una agonía que solo un hombre condenado podría experimentar.
Todo esto ocurrió en un parpadeo, apenas veinte segundos desde que despertó en Marte. Su visión se nubló, y el universo se contrajo en un túnel oscuro y lejano. Cayó al suelo, inerte, con un último pensamiento: ¿Cómo llegué aquí?
El sol le golpeó el rostro con suavidad, y un cálido resplandor lo envolvió. Inhaló profundamente, sintiendo cómo sus pulmones se llenaban de oxígeno fresco. Abrió los ojos. Estaba en su cama, en su habitación.
La confusión lo inundó. Todo había sido un sueño. O eso pensó. Se levantó tambaleante y caminó hacia el baño, todavía sintiendo la pesadez de lo que había parecido tan real. Frente al espejo, se detuvo.
El hombre que lo miraba no era el mismo. La piel de su rostro estaba reseca y agrietada, como si hubiera sido expuesta a un desierto implacable durante días. Sus ojos estaban enrojecidos, con pequeñas manchas de sangre dispersas en el blanco. La lengua le ardía, y al sacarla, vio pequeñas grietas en su superficie.
Se quitó la camiseta y contuvo un grito. Sus brazos y abdomen estaban cubiertos de manchas moradas y negras, marcas que parecían hematomas profundos pero más extrañas, más... alienígenas. En su hombro derecho, la piel se desprendía en pequeñas láminas, como si hubiera sido quemada y luego congelada.
Los dedos de sus pies estaban hinchados, con las uñas levantadas y una carne amoratada que se negaba a ceder al movimiento. Cada paso era un recordatorio punzante de algo que no podía haber sido un sueño.
El mareo lo derribó al suelo. Mientras jadeaba en busca de aire, su mente se llenó de fragmentos del instante en Marte. El horizonte rojo, el dolor insoportable, y el vacío que consumía su cuerpo. Esto no puede ser real, se dijo, pero las pruebas estaban ante él.
Corrió al teléfono, tratando de buscar ayuda, pero el sonido de un pitido monótono llenó la línea. La pantalla parpadeó una última vez antes de apagarse. Desesperado, salió de su apartamento, tambaleándose, buscando a alguien, cualquiera.
La calle estaba vacía. El silencio era absoluto.
De repente, un zumbido bajo y persistente comenzó a resonar en sus oídos. Se llevó las manos a la cabeza, tratando de ahogar el ruido, pero no era externo; provenía de su propio interior. Era como si algo dentro de él estuviera cambiando.
Se miró las manos nuevamente. Su piel comenzaba a tomar un tono rojizo, similar al del suelo marciano. Las manchas negras en su abdomen pulsaban, como si algo vivo estuviera bajo la superficie. La respiración se volvió más pesada, y un dolor punzante en su pecho lo obligó a arrodillarse.
Un pensamiento aterrador cruzó su mente: ¿Y si nunca volví? ¿Y si sigo allí?
Miró al cielo, buscando respuestas. Lo último que vio fue un destello rojizo en el horizonte, antes de que todo se desvaneciera una vez más.
Sintió un toque cálido.
Era suave pero firme, una presión en su antebrazo. Luego vino una voz, distante y amortiguada, como si estuviera bajo el agua: