Fragmento

Perdidos

En una isla sin nombre, en algún rincón que no figura en los mapas, un tren antiguo y oxidado avanzaba sobre rieles que desaparecían en el horizonte. No había estaciones ni pasajeros. Solo el eco de su locomotora resonaba en el aire denso, impregnado con el olor del mar. En el vagón más pequeño, una pelota rodaba de un lado al otro, obedeciendo a los movimientos erráticos del tren, como si tuviera vida propia.

En el techo del tren, dos niños charlaban en voz baja. Uno era un niño afgano que hablaba de Kabul como si fuera un sueño distante, el otro, un chico de cabello blanco como la luna, cuya risa sonaba como campanas rotas.

—¿Crees que el cielo es más grande en Afganistán? —preguntó el chico de cabello blanco.

—El cielo no tiene tamaño —respondió el afgano, jugando con un trozo de vidrio que reflejaba la luz en formas extrañas.

—¿Y la muerte?

—Tampoco tiene tamaño, pero pesa más.

Mientras tanto, el tren seguía avanzando hacia el desierto que parecía crecer a medida que lo atravesaba. En algún lugar del vagón comedor, un médico tomaba notas en una libreta manchada de sangre. No tenía pacientes, ni instrumentos, solo palabras que parecían no encajar con el papel.

"Amor: síntoma o cura. Fin: punto o continuación. Enfermedad: círculo o línea recta."

Alguien tocó el hombro del médico. Era un hombre vestido como piloto de avión, aunque su uniforme estaba cubierto de arena. Llevaba una brújula rota en la mano y hablaba en un idioma que nadie entendía. El médico asintió, como si entendiera, y siguió escribiendo.

En otro lugar, un coche negro avanzaba lentamente por un camino invisible, rodeado por un paisaje lunar. La luna no estaba en el cielo, sino bajo sus ruedas. Cada vez que el coche se movía, dejaba huellas que parecían cráteres. Dentro del coche, una mujer con un vestido rojo lloraba en silencio mientras sostenía una carta que nunca había sido escrita.

"Querido Júpiter. El amor es una enfermedad que no sé cómo curar. Pero el fin siempre llega demasiado tarde. Con tristeza,

La Luna."

El coche desapareció, y la carta quedó flotando en el aire antes de convertirse en arena.

De regreso en la isla, los niños seguían charlando mientras el tren llegaba a un puente que no parecía llevar a ninguna parte. Debajo, las olas golpeaban con fuerza, como si intentaran romper el mundo en pedazos. Uno de los niños dejó caer la pelota, que rodó por el borde del techo y cayó al mar. Pero no se hundió. En cambio, rebotó sobre las olas y comenzó a inflarse hasta convertirse en algo parecido a un avión.

—¿Vamos? —preguntó el chico afgano.

—Vamos —respondió el otro.

Saltaron al avión improvisado, que despegó sin ruido, llevándolos hacia un cielo lleno de nubes que parecían fragmentos de historias olvidadas. En una de esas nubes, un tren viajaba en círculos, con su locomotora rechinando como si cantara una canción triste.

Dentro del avión, los niños encontraron una nota en el asiento del piloto:

"Destino: Júpiter. Carga: palabras perdidas."

El avión ascendió más y más, hasta que la isla se convirtió en un punto diminuto en el océano. Desde allí, podían ver algo extraño: la isla no estaba sola. Había cientos de islas alrededor, conectadas por puentes que no llevaban a ningún lado.

En algún lugar de Egipto, un médico caminaba por un desierto que nunca terminaba. Había dejado el tren atrás y ahora seguía las huellas de un coche negro que se desvanecían con el viento. En sus manos, sostenía una brújula rota, una piedra triangular y una carta escrita en un idioma que no era suyo. La brújula apuntaba siempre al sur, aunque el médico sabía que el sur no existía en ese lugar, caminó al este.

De repente, encontró una pelota enterrada en la arena. Era la misma pelota que los niños habían dejado caer al mar, pero ahora estaba quemada, como si hubiera atravesado una atmósfera ardiente. Al tocarla, escuchó una voz.

—La enfermedad es un círculo. El fin es una línea recta. Y el amor... el amor no es nada más que una palabra perdida, jamás regresa y jamás...

El médico dejó caer la pelota y siguió caminando, mientras las dunas cambiaban de forma detrás de él, como si el desierto estuviera vivo.

Los niños nunca llegaron a Júpiter. En algún momento del vuelo, el avión comenzó a desintegrarse, convirtiéndose en palabras que flotaban en el aire. Las palabras se unieron al cielo, formando constelaciones que no significaban nada.

El tren seguía su marcha interminable. En uno de sus vagones, el médico había regresado, ahora acompañado por la mujer del coche negro. Ella le entregó la carta que nunca había escrito, y el médico, en silencio, la guardó en su bolsillo.

—¿A dónde va este tren? —preguntó ella.

—Al fin —respondió él.

—¿Y qué hay allí?

—Historias.

En ese momento, el tren llegó a un túnel oscuro, y el sonido de la locomotora se desvaneció. La mujer miró al médico, pero él ya no estaba. En su lugar, había una pelota que rebotaba suavemente, como si estuviera viva.

Las cataratas caían y las aves empezaron a cantar, los árboles se alborotaban y los animales se detuvieron.




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