La cabaña de los Anderson estaba sola en medio del bosque. Una tormenta de nieve azotaba el exterior, mientras los árboles crujían bajo el peso del hielo. Era Nochebuena, pero en el hogar no había ni rastro de la alegría que solía acompañar esas fechas. Desde la muerte de Emily, la hija menor, las luces de Navidad parecían opacas, y las risas habían sido reemplazadas por silencios que dolían.
Aquella mañana, mientras nevaba sin descanso, algo nuevo apareció en el jardín delantero: un muñeco de nieve. Era grande, casi dos metros de altura, con ojos de carbón que parecían seguir a quien lo mirara. Tenía una sonrisa torcida, hecha con piedras negras, y llevaba un sombrero de copa raído. Nadie recordaba haberlo construido, pero ahí estaba. La madre, Ellen, pensó que alguno de los vecinos podría haberlo hecho como gesto amistoso. Sin embargo, algo en aquel muñeco de nieve era inquietante, como si estuviera vivo.
Por la noche, los Anderson decoraron el árbol de Navidad. Era un ritual que habían evitado el año anterior por el dolor, pero este año Ellen insistió en intentarlo. Sin embargo, las cosas no salieron bien. Cada vez que colgaban una esfera, esta caía al suelo y rodaba hasta detenerse frente a la ventana, siempre mirando hacia el muñeco de nieve. Jack, el padre, se rio nervioso y trató de bromear: "Quizá solo quiere admirar nuestra decoración". Nadie contestó.
Cuando se fueron a dormir, los niños —Tommy, de diez años, y Clara, de ocho— comenzaron a escuchar risas afuera. Era un susurro bajo, entrecortado, que parecía venir del muñeco. Tommy, armado de valor, se asomó por la ventana. Ahí estaba el muñeco, pero algo había cambiado: su sonrisa torcida ahora era más amplia, casi burlona, y su sombrero estaba ladeado, como si hubiera sido tocado por alguien.
Al día siguiente, Jack decidió investigar. Salió al frío con botas gruesas y una linterna. Al acercarse al muñeco, notó que el carbón de los ojos brillaba con una intensidad extraña. Movió el sombrero y vio algo que le heló la sangre: debajo, incrustada en la nieve, había una pequeña campana dorada con el nombre "Emily" grabado. Jack retrocedió, tropezando, y corrió de regreso a la casa sin decirle a su familia lo que había encontrado.
Esa noche, Ellen tuvo un sueño perturbador. Una figura vestida de Santa Claus estaba de pie al pie de su cama. Su rostro estaba oculto tras una máscara de porcelana, pero sus ojos, negros y vacíos, la miraban fijamente. La figura levantó una mano enguantada y señaló hacia la ventana. Ellen despertó sobresaltada y vio que las luces del árbol de Navidad parpadeaban sin cesar. Cuando bajó para investigar, las esferas en el suelo reflejaban algo que no podía ser real: la imagen de Emily riendo en un lugar oscuro, lleno de nieve.
El muñeco de nieve estaba ahora más cerca de la casa.
Jack intentó convencer a su familia de que todo era una coincidencia, pero en su interior sabía que algo andaba mal. Esa noche, aseguró todas las puertas y ventanas. Sin embargo, a medianoche, los golpes comenzaron. Venían de la puerta principal: lentos, rítmicos, como si alguien estuviera llamando con cuidado. Cuando Jack finalmente abrió la puerta, no había nadie, pero el muñeco de nieve había desaparecido. En su lugar, había un saco rojo, grande y pesado, con juguetes antiguos en su interior: una muñeca de porcelana rota, un tren oxidado y un oso de peluche con los ojos arrancados. Entre los juguetes, había una nota que decía: "No me olviden".
En el interior de la casa, las luces se apagaron de golpe. Cuando volvieron, una figura roja estaba en la sala. Era Santa Claus, pero su máscara de porcelana había caído al suelo, revelando un rostro inexpresivo y vacío, como si fuera un cascarón hueco. La figura levantó un brazo, y las luces del árbol explotaron en un estallido de chispas.
A la mañana siguiente, los Anderson fueron encontrados sentados alrededor del árbol, con expresiones congeladas de felicidad en sus rostros. El muñeco de nieve había regresado a su lugar en el jardín, pero ahora llevaba el sombrero de copa con una inclinación que parecía un saludo final.
En el pueblo, nadie volvió a saber de los Anderson, pero los rumores hablaban de risas en el bosque y de un Santa Claus que deambulaba por la nieve con una máscara de porcelana rota. La cabaña, dicen, sigue ahí, y en cada Nochebuena, las luces del árbol parpadean, como si alguien esperara ser recordado.
Años después, la cabaña de los Anderson se convirtió en un lugar de curiosidad para los viajeros y lugareños. Algunos aventureros se atrevieron a entrar, pero pocos salieron. Los que lo hicieron contaron historias de luces que se encendían y apagaban solas, risas de niños resonando en los pasillos y el eco lejano de campanas.
Una noche, un periodista llamado Daniel Harper decidió investigar la leyenda. Con una linterna y una cámara, cruzó el umbral de la casa. Al entrar, sintió un frío que le caló hasta los huesos. El árbol de Navidad seguía de pie, con esferas opacas que reflejaban su rostro desde ángulos imposibles. En la chimenea, había un calcetín rojo con el nombre "Emily" bordado.
Cuando Daniel se giró hacia la ventana, vio al muñeco de nieve. Estaba de pie en el jardín, pero algo había cambiado. Ahora sostenía una pequeña campana dorada que tintineaba suavemente, aunque no había viento. Una figura roja se alzaba a su lado, con una máscara de porcelana rota que dejaba entrever una sonrisa vacía.
Daniel nunca volvió a ser visto. Sin embargo, sus notas aparecieron semanas después, abandonadas en la entrada del pueblo. En ellas había escrito una única frase: "Algunas memorias no quieren ser olvidadas".