Fragmento

El regalo

La tarde caía sobre el pequeño pueblo de San Cristóbal, bañando con luz dorada los muros gastados y grafitados del vecindario donde vivían Carlos, Javier, Karina y Leandra. Los cuatro habían crecido juntos, compartiendo aventuras, secretos y risas mientras recorrían las calles de su hogar. Esa tarde, mientras regresaban a casa después de la escuela, algo inusual llamó su atención.

En una esquina que solían pasar casi todos los días, algo diferente destacaba. Entre los muros corroídos y cubiertos de grafitis había aparecido una puerta. No era una puerta cualquiera: estaba impecable, pintada de un rojo brillante con detalles dorados que resplandecían bajo la cálida luz del atardecer. Los amigos se detuvieron de inmediato, fascinados.

Los niños quedaron boquiabiertos ante aquella escena. Sin embargo, fue Carlos quien, con decisión, se acercó y abrió la puerta. Lo que encontraron al otro lado los dejó sin palabras: un salón inmenso con mesas y sillas elegantemente dispuestas, una fuente cristalina en el centro y un majestuoso árbol navideño que brillaba con luces y adornos.

Entonces, algo inesperado sucedió. Frente a ellos apareció un individuo trajeado, imponente y sin rostro. En lugar de una cara, tenía una esfera reflectante que devolvía sus propios rostros sorprendidos.

—Saludos, aventureros.

El extraño era enorme, mucho más alto que cualquiera de ellos. Se inclinó con cortesía y, con voz profunda pero amistosa, se presentó:

—Soy el "Señor Espejo".

De pronto, como por arte de magia, sacó de su espalda cuatro máscaras: un león, un lobo, una lechuza y un conejo. Aunque carecía de rostro, los chicos tuvieron la clara impresión de que estaba sonriendo.

—Están invitados a mi fiesta de Navidad. Han sido unos chicos muy buenos, y los buenos merecen un regalo.

La tarde estaba cayendo sobre el pequeño pueblo de San Cristóbal, y la luz dorada del sol iluminaba los muros gastados y grafiteados del vecindario donde vivían Carlos, Javier, Karina y Leandra. Ellos cuatro habían crecido juntos, compartiendo aventuras, secretos y risas mientras recorrían las calles de su hogar. Esa tarde, mientras caminaban de regreso a casa después de la escuela, algo llamó su atención.

En una esquina que solían pasar casi todos los días, algo diferente resaltó. Entre los muros corroídos y cubiertos de grafitis había una puerta. No era una puerta cualquiera: estaba impecable, pintada de un rojo brillante con detalles dorados que resplandecían bajo la luz del atardecer. Los amigos se detuvieron al instante.

—¿Siempre estuvo ahí? —preguntó Karina, inclinando la cabeza con curiosidad.

—No lo creo —respondía Javier, sin dejar de mirar la puerta—. Pasamos por aquí todos los días.

Carlos, más decidido, se adelantó. Tenía una expresión mezcla de asombro y entusiasmo.

—Solo hay una forma de saber qué es esto.

Empujó la puerta con cautela, y lo que encontraron al otro lado los dejó sin palabras. Había un salón inmenso, con mesas decoradas, sillas elegantes y una fuente de chocolate que burbujeaba con dulzura. En el centro del salón se alzaba un árbol navideño inmenso, cubierto de luces que destellaban en colores hipnotizantes. La habitación desprendía un aroma dulce, como a galletas recién horneadas y canela.

De repente, un individuo apareció. Vestía un traje negro impecable, y en lugar de un rostro, su cabeza era una inmensa esfera reflectante que brillaba con los colores del árbol navideño.

—Saludos, aventureros —dijo con una voz profunda y melodiosa—. Bienvenidos a mi salón de maravillas. Soy el Señor Espejo.

El individuo era alto, más grande que cualquiera de ellos, y su presencia imponía. Sin embargo, su voz desprendía un carisma extraño, casi hipnótico. Se inclinó con un gesto elegante y extendió las manos, de las cuales emergieron cuatro máscaras, cada una con un diseño único.

—He observado su bondad y valentía. Por eso, les ofrezco estas máscaras. Son un regalo especial para ustedes.

El Señor Espejo comenzó a repartir las máscaras:

—Carlos, el León. Valentía y liderazgo.

—Javier, la Lechuza. Sabiduría y visión.

—Karina, el Lobo. Fuerza y unión.

—Leandra, el Conejo. Ingenio y agilidad.

Carlos tomó la máscara con entusiasmo, admirándola con orgullo. Karina y Leandra se miraron emocionadas, ajustándoselas de inmediato. Pero Javier sintió un escalofrío al tocar la suya. Había algo en ella que no le inspiraba confianza.

—Esto no me gusta —murmuró para sí mismo. Sin embargo, al ver que sus amigos parecían disfrutar el momento, decidió colocársela.

Apenas la máscara tocó su rostro, escuchó un susurro en su mente, una voz femenina que hablaba con urgencia.

—Están en peligro. No lo escuchen.

Javier se sobresaltó, retirándose un paso. Miró a sus amigos, pero ellos parecían ajenos a cualquier problema. Al contrario, reían y exploraban el salón con curiosidad.

—¿Todo bien, Javier? —preguntó Leandra, girándose hacia él con su máscara de conejo puesta.

—Sí... solo me pareció... raro.




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