El sonido del tenedor contra la porcelana blanca resonaba en el silencio del refugio. Gustavo masticaba con calma, con la seguridad de quien ha vencido al destino. Frente a él, su esposa servía más vino en su copa, mientras sus tres hijas jugaban con sus platos casi vacíos. Sus padres, suegros y su cuñado conversaban en un murmullo bajo, evitando mirarlo a los ojos. Solo su abuela, con sus manos temblorosas, parecía ajena a la pesada carga de esa noche.
Afuera, más allá de las gruesas paredes de acero reforzado, la desesperación reinaba. Desde la ventana blindada, Gustavo había visto a cientos de personas arrastrándose por la tierra reseca, arañando la puerta, rogando entre lágrimas y gritos que los dejara entrar. Pero no lo hizo. No podía.
Todo había comenzado con un accidente. Dos años atrás, mientras volvía del trabajo en su bicicleta, un camión lo arrolló. Los médicos dijeron que había estado muerto por tres minutos. Tres minutos en los que vio el futuro.
No fue un sueño, ni una alucinación. Fue un vistazo claro, preciso y detallado del mundo que vendría. Vio ciudades reducidas a cenizas, cuerpos calcinados alineados en las calles como montañas de carne muerta, vio el cielo ennegrecido y la tierra volverse estéril. Vio las fechas exactas de todo: el primer misil lanzado por error, la represalia inmediata, la escalada inevitable. Sabía que en dos años, el mundo ardería.
Cuando despertó, intentó advertir a todos. Fue a la prensa, a foros en internet, a radios locales, incluso intentó con políticos. Se burlaron de él. Lo llamaron loco. "Otro fanático del apocalipsis", decían. Daba fechas exactas, predijo conflictos menores, pero incluso cuando estos sucedían, la gente encontraba formas de desacreditarlo. "Casualidad", decían.
Durante dos años luchó. Suplicó, gritó, rogó. Hasta que se cansó. Si el mundo no lo quería escuchar, entonces que se condenara solo. Tenía un don y lo usaría para salvarse.
Se hizo rico. Apostó en la bolsa con precisión quirúrgica, invirtió en bienes raíces que sabía que se revalorizarían antes del colapso, compró materiales antes de que el miedo a la guerra disparara los precios. Y construyó su refugio. No un búnker cualquiera. Un palacio subterráneo autosustentable con cultivos hidropónicos, generadores de energía, reservas de comida para décadas. Tecnología única. Solo para él y su familia.
Y ahora estaba aquí, con ellos, cenando, mientras afuera los desesperados se desgarraban las gargantas pidiendo ayuda. Había visto a antiguos amigos, colegas, incluso vecinos. Uno a uno los rechazó. Sus miradas de súplica no lo afectaban. Él los había advertido. Él intentó salvarlos. Ellos eligieron no escuchar.
El grito de un niño lo sacó de sus pensamientos. Afuera, un hombre golpeaba la puerta con los puños ensangrentados. "¡Mi hijo! ¡Solo mi hijo! ¡Te lo ruego! ¡Déjalo entrar, él no tiene la culpa!". Gustavo cerró los ojos y suspiró. "Es tarde", murmuró para sí mismo.
Tomó otro bocado de su cena. Estaba deliciosa.
Gustavo miró a su esposa. Julia tenía la mirada perdida en la copa de vino. Sabía que ella no estaba del todo de acuerdo con lo que habían hecho, con lo que estaban haciendo. Pero nunca lo había dicho en voz alta. Nunca lo había confrontado. Era una mujer práctica, y por encima de todo, amaba a sus hijas. Lo aceptaba por ellas.
Su hija mayor, Camila, dejó el tenedor sobre el plato. "Papá, ¿qué pasará después?". Su voz era apenas un susurro. La niña tenía doce años, lo suficientemente mayor para entender lo que sucedía afuera.
"Viviremos", respondió él. "Tenemos todo lo que necesitamos aquí".
"¿Y los demás?", preguntó su hija menor, Sofía, de siete años. "¿No van a entrar?".
Un pesado silencio cayó sobre la mesa. Gustavo miró a su esposa. Julia apartó la vista. Sus suegros, su cuñado, nadie se atrevió a responder. Finalmente, fue la abuela quien habló.
"No podemos salvarlos, pequeña", dijo con voz suave. "No hay suficiente para todos".
Sofía bajó la cabeza, revolviendo los restos de su comida con el tenedor. No dijo nada más.
Al día siguiente, cuando Gustavo volvió a revisar las cámaras, el hombre estaba muerto. El niño seguía allí, temblando, solo.
Cerró los ojos. No podía salvar a todos, entonces oprimió un botón y el ruido de las balas no se hizo esperar.
"Es lo más humano que puedo hacer", luego apagó las cámaras y salió de la habitación, solo para mirar a su calida familia, el arrepentimiento y la culpa se esfumo al verlos felices.
El refugio era su mundo ahora. Su familia, su única responsabilidad.