En una ciudad de calles oscuras, donde las luces titilaban con débil esperanza y las sombras se extendían con la lentitud de una enfermedad, un niño caminaba solo, dejando tras de sí un leve eco de pasos firmes. Tenía alrededor de diez años, aunque su mirada parecía más antigua, como si la oscuridad misma le hubiese robado una parte de su infancia. Su rostro era de una suavidad inquietante, los ojos grandes, oscuros, llenos de un brillo siniestro, que no reflejaban ninguna inocencia. Su piel era pálida, y una ligera brisa movía con suavidad su cabello negro, tan oscuro como la noche que lo rodeaba.
Estaba vestido de manera formal, con un conjunto de traje negro que parecía hecho a medida para él. La chaqueta, ajustada y corta, le caía justo a la altura de la cintura, y la camisa blanca debajo tenía los botones perfectamente alineados, como si acabara de ser planchada. Un chaleco negro ceñido a su cuerpo le daba un aire aún más distinguido, con una pajarita de terciopelo negro que estaba meticulosamente atada en su cuello, mostrando un toque de refinada elegancia. Los pantalones, oscuros y rectos, caían perfectamente sobre unos zapatos de charol negro que reflejaban las luces que se escapaban por las rendijas de las ventanas cercanas. Todo en su apariencia hablaba de una especie de paradoja: un niño cuya apariencia era más adecuada para una ceremonia que para una aventura en la oscuridad.
La noche parecía esperar su próximo movimiento. A cada paso que daba, el crujir de sus zapatos resonaba, como una señal de que la oscuridad misma le reconocía. Pero, al contrario de lo que uno podría imaginar de un niño caminando solo en una ciudad peligrosa, no parecía temer nada. En su lugar, su rostro permanecía en una seriedad calculada, y, al pasar por las callejones desiertos, su suave silbido comenzaba a llenar el aire. Era una melodía cálida y persuasiva, como una llamada suave que alguien podría oír en un sueño, pero cuya fuente nunca era vista.
A medida que el niño avanzaba, las sombras parecían acercarse más a él, como si esperaran a que alguien cayera en su trampa. No pasaba mucho tiempo antes de que alguien fuera atraído por su presencia. Un hombre, de porte desgarbado, con una capa raída y el rostro encubierto por el alcohol, se aproximó al niño, arrastrando los pies, sin darse cuenta de lo que lo había atraído hasta allí. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, el niño dejó de silbar y lo miró directamente a los ojos, como si estuviera observando algo mucho más allá de la mera figura humana que tenía ante él.
"Hola, señor", dijo el niño con voz suave, pero inconfundiblemente firme. "Sé lo que has hecho, y sé a dónde te diriges. Pero si deseas seguir con vida, te sugiero que te alejes de mí."
El hombre parpadeó, confundido por la calma en la voz del niño, y por un momento, pensó que era solo un niño más. Su mirada se endureció, y la tentación de acercarse al niño se apoderó de él. "¿Qué vas a hacer? No soy ningún tonto", gruñó el hombre, desechando las advertencias con una risita maliciosa.
Pero el niño no se movió ni un ápice. Con un gesto de su mano, como si fuera una orden, la atmósfera se tornó más densa, como si algo invisible lo rodeara. Un pequeño remolino de viento comenzó a levantar la suciedad de la calle, y en el aire resonaron las palabras del niño: "Te lo advertí. Si sigues molestando, te llevaré a un lugar de donde no podrás salir. Estarás atrapado allí para siempre."
El hombre, aun bajo el influjo de su propia arrogancia, decidió desafiar la amenaza del niño. "¿De qué hablas, pequeño? ¿Quién te crees que eres?"
El niño no respondió de inmediato. En su lugar, comenzó a silbar de nuevo, esta vez una melodía aún más inquietante, mientras que el aire se tornaba cada vez más frío. El hombre se detuvo, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda, pero antes de que pudiera reaccionar, el suelo bajo sus pies comenzó a abrirse, llevándolo a un oscuro abismo.
"¿Qué... qué me estás haciendo?" gritó el hombre, pero sus palabras se desvanecieron rápidamente en la nada. No podía ver nada, solo oía su propia voz retumbando en un espacio vacío, donde la luz nunca llegaba. Las paredes parecían moverse, estirándose y contrayéndose a su alrededor, y con cada intento de escapar, más se perdía en el laberinto interminable. Gritó, desesperado, pero nadie escuchó.
Mientras todo esto ocurría, el niño observaba desde una esquina de la calle. No había emoción en su rostro, ni alegría, ni tristeza. Solo observaba con una calma imperturbable, como si todo fuera parte de su rutina. Cuando el hombre finalmente se desvaneció en la oscuridad, el niño retomó su paso, continuando su camino, como si nada hubiera sucedido.
Pero no todo era para aquellos que hacían el mal. El niño continuó su camino, silbando suavemente, hasta que vio a un niño pequeño, acurrucado en un rincón oscuro. Sus ojos estaban llenos de miedo, y su cuerpo temblaba. El niño lo observó un momento, su rostro ahora suavizado por una expresión de comprensión. No había burlas, ni amenazas, solo una mirada que entendía el miedo.
"¿Por qué estás aquí, pequeño?" preguntó, su voz llena de una calidez que contrastaba con la oscuridad que lo rodeaba.
El niño, temblando, levantó la mirada. "Tengo miedo. Quiero volver a casa, pero no sé cómo."
El niño de la vestimenta formal se acercó con suavidad y, con una mano llena de bondad, sacó un pequeño caramelo de su bolsillo. Lo sostuvo frente al niño asustado y sonrió, aunque su sonrisa era melancólica.
"Toma, pequeño. Las personas buenas merecen cosas buenas", dijo mientras el niño tomaba el caramelo con la mano temblorosa.