El vuelo de regreso parecía interminable, y Lucas Hernández no podía dejar de pensar en lo que había visto en Undría, el país que no existía. Había llegado como un periodista con la misión de cubrir una historia de corrupción en una nación africana desconocida, una nación de la que nadie había oído hablar, excepto por unos pocos rumores y reportes que nadie parecía tomar en serio. Nadie sabía nada de Undría, ni en los mapas, ni en las conferencias internacionales. Y ahora, con su cámara a su lado, pensaba si habría sido un sueño, una pesadilla de la que nunca lograría despertar.
La ciudad a la que llegó era un mosaico de ruinas, pero las ruinas no eran lo que uno podría esperar. No eran edificios derrumbados por guerras o terremotos. No, las casas y las estructuras parecían desmoronarse lentamente, como si el tiempo hubiera comenzado a pudrirlas desde el mismo momento en que se construyeron. Los muros se desintegraban sin motivo aparente, deslizándose hacia el suelo en un polvo gris y nauseabundo, como si el lugar mismo estuviera sufriendo una enfermedad que lo devoraba de adentro hacia afuera. Y las ventanas, algunas rotas, otras cubiertas con telas rotas, se veían vacías, como si las casas estuvieran mirando hacia un vacío infinito.
Las calles no tenían nombres, ni señales, ni caminos definidos. Solo senderos de tierra rota y maleza, como si la vida nunca hubiera encontrado un propósito claro en este lugar, arrastrando los restos de lo que alguna vez fue un pueblo o una ciudad. El sol, si es que se podía llamar así a la luz grisácea que iluminaba el paisaje, no tenía la calidez ni el brillo de un día normal. Era una luz fría, apagada, que parecía no ser capaz de atravesar completamente las sombras que se deslizaban entre los edificios.
Y las personas... Las personas eran lo más desconcertante de todo. No parecían humanos, al menos no en el sentido que uno podría esperar. Cada rostro que Lucas encontró en su camino tenía una cualidad inquietante, una calidad sin vida, como si las personas no fueran más que sombras ambulantes atrapadas en cuerpos humanos. Sus ojos no mostraban emoción, no mostraban ni siquiera conciencia. Los habitantes caminaban en la calle como figuras en una pesadilla, como si estuvieran completamente perdidos, atrapados en su propia rutina, sin propósito alguno. Algunos arrastraban los pies, otros simplemente se quedaban de pie, mirando al horizonte sin realmente verlo, como si el país hubiera conseguido arrebatarles todo atisbo de vida interior.
El más perturbador de todos era un hombre que Lucas encontró en una plaza, de pie junto a una fuente quebrada. Sus ojos, vacíos, fijos en un punto inexistente, no se movían ni un ápice. Cuando Lucas lo miró, pudo ver que algo se deslizaba entre las grietas de su rostro, como si la carne misma estuviera intentando desintegrarse, pero él no se movía, no reaccionaba. No parecía ni vivo ni muerto, sino algo intermedio, algo que ya había sido olvidado por el tiempo, que ya no pertenecía a ningún ciclo de existencia. Al acercarse a él, Lucas sintió una presión en su pecho, una especie de ahogo, como si la presencia de este hombre fuera una puerta que se abría a un abismo del que no podía escapar.
El paisaje estaba plagado de pequeñas figuras que se asomaban desde las sombras de las ruinas, niños y adultos que caminaban con los ojos en el suelo, ignorando completamente la presencia de los extraños, como si estuvieran todos en trance, como si el lugar mismo les hubiera robado la capacidad de pensar o sentir. En una calle cercana, un niño con la ropa rasgada observaba a Lucas fijamente, pero no se movió ni siquiera un centímetro. Sus ojos estaban fijos en él, pero no con curiosidad, sino con un vacío profundo, como si el niño estuviera esperando algo. O tal vez, como si lo estuviera observando, esperando el momento adecuado para hacer algo, para mostrarle que él, como todos los demás, ya no era humano.
Y entonces estaban las voces. No se escuchaban gritos ni lamentos, sino susurros, murmullos bajos que parecían venir de todas partes y de ninguna. Las calles vacías estaban llenas de murmullos, como si las paredes mismas respiraran y susurraran secretos que nadie debería conocer. Eran sonidos apagados, distorsionados, pero al mismo tiempo, perfectamente claros. Como si el país estuviera tratando de comunicar algo a través de susurros, pero jamás lograra expresar nada coherente. Como si lo que quedaba en Undría ya no pudiera hablar en palabras, sino solo en una masa de sonido incomprensible que se deslizaba entre las ruinas.
En la parte más alejada de la ciudad, Lucas encontró lo que parecía ser una iglesia, pero la estructura era grotesca. No tenía puertas, solo un gran arco sin fin que daba paso a la oscuridad. Y dentro, a pesar de no haber luz, algo lo observaba. Al principio, Lucas pensó que eran solo sombras, pero al acercarse, vio figuras humanas de pie, inmóviles, observándolo con los mismos ojos vacíos. Personas... ¿muertas? No lo sabía. Pero lo peor era que Lucas no podía dejar de mirar. Las figuras, aunque no se movían, lo llamaban, lo invitaban con su vacío. En la oscuridad, sentía la presión de una fuerza que lo estaba envolviendo, una presión que le llenaba la mente de pensamientos extraños, de deseos oscuros, como si la propia tierra de Undría estuviera intentado arrastrarlo a sus entrañas.
Lucas levantó la cámara, incapaz de detenerse, y comenzó a tomar fotos, como si la máquina pudiera capturar la esencia misma del horror que estaba presenciando. Pero no lo logró. Las fotos estaban vacías, como si la cámara hubiera decidido, de alguna manera, no revelar lo que él veía, lo que él sentía. Como si las imágenes se resistieran a ser capturadas, como si el país no quisiera que se supiera nada de él. Tal vez porque ni siquiera él, ni nadie, podía comprender lo que realmente estaba sucediendo.