Daniel Oliveira era conocido en la comunidad como el hombre ejemplar. Su buen carácter, su amabilidad y su disposición para ayudar a los demás lo habían convertido en una figura respetada por todos. Como profesor de literatura, era un modelo a seguir: su sonrisa sincera y sus consejos sabios parecían ser lo único que importaba en su vida pública. Nadie, ni un solo alma, sospechaba la oscuridad que se escondía detrás de su fachada.
Vanesa Inketta, una joven de 16 años, se encontraba entre sus alumnas favoritas. De personalidad extrovertida y brillante, destacaba en la escuela, siempre sonriente y con una energía que parecía inagotable. El profesor Oliveira había observado durante semanas sus gestos, su forma de caminar, la risa que iluminaba su rostro. De alguna manera, todo en ella despertaba una necesidad enfermiza en su interior. Había esperado el momento adecuado para su plan, y esa noche sería la culminación de todo.
Sabía que los padres de Vanesa no estarían en casa. La oportunidad era perfecta, está sería la quinta victima.
La casa de Vanesa estaba tranquila y silenciosa cuando él llegó. No era la primera vez que se encontraba allí, pero algo en el aire esta noche lo hizo sentir inquieto. El ambiente estaba más denso, como si algo estuviera observando desde las sombras, pero Daniel lo desestimó rápidamente, convencido de que era solo su nerviosismo. Cuando Vanesa le abrió la puerta, le ofreció una sonrisa cálida y lo invitó a pasar.
Las primeras palabras entre ellos fueron triviales, una conversación inofensiva sobre la clase de literatura y algunas recomendaciones de libros. Sin embargo, el ambiente en la casa comenzaba a sentirse... opresivo. Daniel miraba hacia el pasillo oscuro, sintiendo una creciente presión en su pecho. Algo no estaba bien, pero se obligó a ignorarlo. No importaba. Su plan debía ejecutarse sin interrupciones.
Cuando la conversación entre ellos llegó a su fin, él se levantó, diciendo que había algo que quería mostrarle. Vanesa, como siempre, no sospechaba nada y lo siguió hasta su habitación, confiada en su presencia, no era la primera vez que Daniel iba a su habitación.
Pero algo extraño sucedió mientras él la guiaba. Mientras pasaban junto al pasillo oscuro, escuchó un ruido leve, casi inaudible, como si algo se arrastrara detrás de la pared. Parpadeó, pero cuando miró a su alrededor, no vio nada. Su mente rápidamente se centró en lo que tenía que hacer. Sin embargo, el susurro que acababa de escuchar le dejó una sensación de incomodidad.
Cuando llegaron a la habitación de Vanesa, el aire estaba pesado, como si algo estuviera esperando. El profesor lo notó, pero trató de disimularlo. Mientras ella se giraba para darle la espalda, Daniel vio una oportunidad. Con un gesto rápido, sacó un pequeño pañuelo de su bolsillo. Era una técnica que había aprendido hacía años, un pañuelo empapado en un líquido adormecedor, cuya fragancia suave y persistente le daría unos minutos para actuar sin que ella pudiera resistirse.
Vanesa apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que el pañuelo tocara su rostro. El contacto fue rápido, casi imperceptible, y antes de que pudiera comprender lo que ocurría, sus ojos comenzaron a cerrarse lentamente. La sensación de mareo fue tan intensa que cayó sobre la cama, completamente inconsciente.
Daniel se aproximó, satisfecho con la facilidad con la que había logrado someterla. Sin embargo, lo que ocurrió después fue algo que nunca había anticipado.
Mientras comenzaba a despojarla de su ropa, un sonido profundo y gutural, como un rugido distante, resonó en la habitación. El suelo tembló ligeramente. Daniel se detuvo en seco, mirando hacia el rincón más oscuro de la habitación, donde algo comenzaba a moverse. De debajo de la cama y del armario, comenzaron a emerger dos figuras monstruosas.
Los monstruos eran aterradores. El que habitaba en el armario tenía un aspecto vagamente humano, con el cuerpo cubierto de plumas celestes y enormes alas. Su rostro era una inquietante mezcla entre un león y un lobo, con ojos azules brillantes. Sus manos, desproporcionadamente grandes, terminaban en dedos largos con inmensas garras negras y afiladas. Su mirada era feroz y aterradora, y sus gruñidos no se asemejaban a los de ningún animal conocido.
El monstruo que acechaba debajo de la cama era completamente diferente. Su apariencia recordaba a la de una mujer joven con largos cabellos rosados y dedos extremadamente largos, rematados con garras afiladas. Al salir de su escondite, esbozó una sonrisa infantil y tierna, pero esa fachada se desmoronó rápidamente. Su expresión cambió a una sonrisa perturbadora, revelando dientes superiores largos, afilados y sobresalientes. Sus ojos, antes rosados, comenzaron a brillar con un tono amarillento y tétrico. A medida que se arrastraba fuera de la cama, su verdadero tamaño se hizo evidente: era inmensamente grande.
Daniel intentó retroceder, pero ya era demasiado tarde. Los monstruos avanzaron con una rapidez abrumadora, y en cuestión de segundos, lo habían rodeado. Con una fuerza brutal, comenzaron a desgarrar su cuerpo, arrancándole pedazos, mientras él gritaba en vano. La habitación se llenó de sangre, carne rota y el sonido de huesos siendo triturados. La violencia de la escena era indescriptible, como si los monstruos estuvieran tomando venganza por algo mucho más allá de su comprensión.
Vanesa, aún inconsciente, no podía comprender lo que sucedía. En su mente, la escena era una pesadilla, algo surrealista que no podía procesar. Los monstruos no se detuvieron hasta que Daniel quedó completamente desmembrado, su cuerpo reducido a fragmentos irreconocibles.