Han pasado tres días desde que Biel se topó con la chica. La luz del amanecer se filtraba a través de las ramas de los árboles, iluminando parcialmente el claro donde se encontraba Biel. El aire era fresco y húmedo, pero eso no era lo único que le helaba los huesos: la incertidumbre lo envolvía como una capa pesada.
Biel había sobrevivido tres días gracias a que en la academia Tsubaki Gakuen había actividades sobre supervivencia en el campo. Con eso pudo ingeniárselas para no morir de hambre o frío, pero cada noche parecía más eterna que la anterior. La oscuridad se cerraba sobre él como un océano negro, y cada crujido, cada susurro del viento, era una amenaza invisible que le ponía la piel de gallina.
—¿Por qué se fue? —murmuró, mientras arrancaba un trozo de musgo húmedo de una roca. Su voz sonaba débil, apenas un eco devorado por la soledad. —Dijo que quería ver cómo me desenvolvía... Pero ¿para qué? ¿Es esto alguna clase de prueba absurda?
Sus pensamientos lo atormentaban con cada paso que daba. La chica había aparecido de la nada, tan misteriosa como el lugar mismo. Acalia, se había presentado con un nombre que parecía arrastrar un peso antiguo, y luego se había desvanecido con la misma rapidez con la que había surgido.
—¿Es que me está observando? —Biel apretó los dientes, lanzando una piedra contra un árbol con frustración. —¡Esto no tiene sentido!
Un rugido lejano lo sacó de sus pensamientos. En ese momento, su estómago le recordó lo mucho que necesitaba comida. Un hambre voraz que parecía roerle desde adentro, como si sus entrañas se estuvieran devorando unas a otras.
Biel comenzó a caminar, con paso firme pero lleno de dudas. A medida que avanzaba, algo extraño comenzó a suceder. Sus sentidos se agudizaron de manera que no podía explicar. El sonido del viento en las hojas le parecía más nítido, el zumbido de criaturas invisibles lo hacía sentir más alerta.
—Esto es... raro. ¿Qué me pasa? —Se preguntó, aunque sabía que no iba a obtener respuestas inmediatas. El tono de su voz era una mezcla de curiosidad y miedo, como si al formular la pregunta estuviera llamando a una verdad que preferiría no conocer.
El suelo bajo sus pies parecía moverse ligeramente, y las sombras del bosque jugaban con su percepción. Los árboles, aunque hermosos, parecían observarlo. Era como si el mundo mismo tuviera vida, un ser colosal y despierto cuya respiración podía oír en el silbido del viento.
—¿Me estoy volviendo loco? —rio, pero su risa sonó hueca, vacía, como el crujido de una rama seca quebrándose bajo el peso del invierno.
Al poco rato, se encontró con un arbusto lleno de bayas rojas. Sin pensarlo, se agachó y recogió algunas, llevándoselas a la boca. Estaban dulces, aunque algo amargas, y la acidez le produjo una mueca de disgusto.
—Al menos algo no es tan raro aquí. —Dijo entre dientes, intentando convencerse a sí mismo de que todavía había algo normal en ese lugar.
Pero el sabor de las bayas no lograba disipar el nudo que sentía en la garganta. Cada mordisco era un recordatorio de que estaba solo, de que dependía únicamente de sí mismo para sobrevivir. Su respiración se volvió errática, y por un momento se permitió derrumbarse sobre el suelo cubierto de hojas.
—¡¿Por qué?! —gritó hacia el cielo, con la voz quebrada por el cansancio y la desesperación. Sus manos se cerraron en puños sobre la tierra húmeda. —¿Qué se supone que debo hacer aquí? ¿Simplemente... esperar? ¿Acalia... volverá?
Las lágrimas amenazaron con brotar, pero Biel las contuvo, tragándoselas como si fueran fuego. Levantó la cabeza y se obligó a seguir adelante, sus pasos tambaleantes pero decididos.
—No voy a morir aquí. No pienso rendirme... —murmuró, su voz adquiriendo un matiz de fiereza que ni él mismo reconocía.
Mientras caminaba, la maleza susurraba a su alrededor, como si cada hoja y cada brizna de hierba comentaran su presencia. Algo en su interior había cambiado, y aunque no sabía qué era exactamente, intuía que tenía que ver con aquel misterioso Fragmento del Infinito.
—Acalia dijo que era un poder... ¿Pero ¿Cómo se supone que lo use? —pensó en voz alta, como si el bosque pudiera responderle.
Era solo el comienzo, pero Biel estaba dispuesto a enfrentarlo. La furia que hervía en su pecho se mezclaba con el miedo, pero también con algo más. Algo parecido a la esperanza.
—Si es un poder, entonces voy a aprender a usarlo. Y cuando lo haga... cuando realmente sepa lo que soy capaz de hacer...
Los ojos de Biel se iluminaron con una resolución que nunca había sentido antes.
—Voy a encontrar respuestas. Y voy a sobrevivir.
De repente, el aire se volvió pesado. Una densa opresión que parecía envolverlo como un sudario invisible, sofocante y gélido. Biel se giró hacia el sonido de unos pasos que crujían entre la maleza, pero no vio nada. El miedo se arrastró por su columna como un enjambre de hormigas ardientes.
—¿Quién... quién anda ahí? —su voz salió rota, casi como un susurro quebrado.
Por un instante, el silencio fue absoluto. Sólo el tamborileo irregular de su corazón se atrevía a desafiar la quietud del bosque. Pensó que era su mente jugándole trucos, que la paranoia y la soledad comenzaban a destrozarle los nervios.
Pero entonces, los ruidos se hicieron más cercanos. Zarpazos secos contra la tierra, un jadeo bajo y gutural que hizo que su piel se erizara como si mil agujas emergieran desde sus huesos.
—No... no... —tartamudeó, retrocediendo instintivamente mientras su respiración se volvía errática.
Sin aviso, una sombra apareció entre los árboles, materializándose de la penumbra con una ferocidad palpable. Un lobo enorme, de pelaje tan negro que parecía absorber la luz y devorarla en un manto de oscuridad viva. Sus ojos brillaban como brasas encendidas, repletos de hambre y furia. Los colmillos, afilados como cuchillos ceremoniales, relucían con un fulgor antinatural.
Editado: 26.10.2025