El Umbral Divino, lugar de deliberación de los dioses, emanaba una tensión palpable. Las pantallas de energía que flotaban ante ellos proyectaban las acciones de Biel, sus luchas y decisiones que podían cambiar el curso del universo. Solaryon, el Dios de la Luz, se inclinó hacia adelante, su mirada fija en la figura del joven.
—Es un peligro —insistió Solaryon, su voz firme resonando como un trueno—. Si no aprendemos a controlar su influencia, el equilibrio de todo lo creado está en riesgo.
Nyxaris, la Diosa de las Sombras, soltó una risa seca, envuelta en penumbras que parecían absorber la luz misma.
—Siempre tan temeroso, Solaryon. El equilibrio no es algo que deba ser forzado; es algo que se construye, incluso a través del caos.
Antes de que pudiera responder, las pantallas comenzaron a parpadear. Las imágenes de Biel y su grupo se distorsionaron, como si una fuerza desconocida estuviera interviniendo. De repente, las pantallas se apagaron por completo, sumiendo al Umbral en un silencio opresivo. Todos los dioses intercambiaron miradas de asombro y desconcierto.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Solaryon, levantándose de su trono dorado—. ¿Quién osa interrumpir nuestra observación?
Un eco resonó en la vastedad del Umbral. Una voz grave e imponente, cargada de una autoridad que incluso los dioses no habían sentido antes, surgió del vacío.
—¡Ustedes! Marionetas de los grandes, "Los Rifilser".
La figura del mensajero se materializó ante ellos. Vestía una armadura oscura adornada con grabados que parecían pulsar con energía viva. Su rostro estaba cubierto por una máscara intricada, y su presencia irradiaba un poder incuestionable. Los dioses se pusieron de pie, sintiendo que esta entidad no era una simple criatura.
—¿Los Rifilser? ¿Quiénes son? —preguntó Chronasis, el Dios del Tiempo, cuya voz rara vez mostraba curiosidad o emoción.
El mensajero los miró, su postura tan firme como una montaña.
—Son las entidades que están por encima de ustedes, creadoras y guardianas de las leyes del Universo y el Megaverso. Me han enviado para advertirles: no intenten nada con los mortales. Ellos deben resolver sus problemas por sí mismos. Si intervienen, serán castigados.
El murmullo de los dioses llenó el Umbral, su incredulidad evidente. Elaris, la Diosa de la Vida, dio un paso adelante.
—¿Por qué ahora? Hemos intervenido antes, guiando a los mortales en sus momentos de necesidad. ¿Por qué somos limitados ahora?
El mensajero la interrumpió con una voz fría pero serena.
—Ustedes no comprenden la magnitud de su existencia. Hay 1,776 dioses en todo el Universo y el Megaverso, y ustedes no son los más fuertes. Por encima de ustedes, hay entidades mucho más antiguas y poderosas. Los Rifilser lo ven todo. Este es su último aviso.
El mensajero dio un paso atrás, la energía en el Umbral vibrando con intensidad.
—Eso es todo. Nos veremos pronto.
En un abrir y cerrar de ojos, desapareció. Las pantallas volvieron a encenderse, enfocando a Biel y su grupo. Sin embargo, el ambiente en el Umbral había cambiado. Los dioses se quedaron inmóviles, reflexionando sobre lo que acababan de escuchar.
—¿Más de 1,776 dioses? —murmuró Veyrith, el Dios del Caos, con una sonrisa torcida—. Esto cambia las reglas del juego, ¿verdad?
Solaryon cerró los ojos, su brillo habitual opacado.
—Ahora solo podemos observar.
Mientras tanto, en el plano mortal, Biel y su grupo salieron de la ciudad con la mirada fija en un nuevo destino: la gran ciudad donde Lip, el Rey Vampiro, los esperaba. El ambiente estaba cargado de tensión. Acalia caminaba al frente, mientras Xanthe y Easton intercambiaban palabras en voz baja. Biel permanecía en silencio, sus pensamientos consumidos por las revelaciones de su sueño.
—Lip... ¡Voy por ti! —murmuró, apretando los puños con determinación.
Easton, que caminaba al final del grupo, notó el nerviosismo de Biel y se acercó.
—¿Todo bien, chico?
Biel asintió, aunque sus ojos revelaban lo contrario.
—Sí, solo estoy pensando.
Easton no presionó, pero sabía que algo preocupaba al joven.
En un lugar mucho más lejano que el Umbral Divino, una fortaleza oscura conocida como Moldemir se alzaba en un paisaje de desolación. Aquí, el mensajero se arrodilló ante un trono imponente, forjado en lo profundo de las estrellas. La voz del ser que ocupaba el trono resonó en la sala.
—¿Entregaste el mensaje?
—Sí, mi señor. Los dioses han sido advertidos.
Una risa baja y profunda llenó el lugar.
—Perfecto. Ahora yo me encargaré de esto. Los Rifilser han decidido observar, pero yo... ¡yo moveré las piezas de este tablero a mi voluntad!
El mensajero inclinó la cabeza.
—¿Quiere que intervenga nuevamente, mi señor?
La voz respondió con frialdad.
—No por ahora. Los mortales se enfrentarán a sus pruebas, pero si alguno de ellos se acerca demasiado a la verdad, entonces actuaré.
El mensajero se desvaneció en sombras, dejando al ser en su trono, su mirada fija en un orbe que mostraba la figura de Biel y su grupo.
—El destino del multiverso está a punto de cambiar... ¡y yo seré quien lo controle!
De regreso con Biel, el grupo llegó a las puertas de la gran ciudad. Las imponentes torres negras se alzaban hacia el cielo, y una atmósfera opresiva los envolvía. Biel tragó saliva, su determinación renovada mientras avanzaba hacia el destino que le aguardaba.
—Lip, ¡pronto nos enfrentaremos! —murmuró, mientras Acalia lo observaba desde la distancia, su rostro una mezcla de preocupación y resolución.
El verdadero juego había comenzado.
Tras la partida del mensajero, el Umbral Divino se sumió en un caos silencioso. Los dioses intercambiaban miradas, intentando procesar lo que acababan de escuchar. Chronasis, con su rostro siempre sereno, se inclinó hacia el centro del Umbral, donde los fragmentos de energía del mensajero aún brillaban tenuemente.
Editado: 19.07.2025