Hace treinta y seis años, Marciler celebraba con un fervor que parecía vibrar en el aire mismo. Los cielos se pintaban de colores con fuegos artificiales mientras las campanas resonaban con un júbilo que se expandía por las ciudades y pueblos. La razón de tal celebración era el nacimiento de la primogénita del emperador Delteriza Kawano y la emperatriz Silphia Michiko.
La niña fue nombrada Domia, en honor a una antepasada legendaria cuyo nombre evocaba poder y grandeza. Desde su primer llanto, los sirvientes cuchicheaban sobre su belleza inusual: cabello tan negro como la noche sin estrellas y ojos que parecían reflejar un fuego interno, un destello que, aunque hermoso, causaba cierta inquietud.
Delteriza sostenía a la pequeña en brazos, sus manos fuertes temblando apenas ante la fragilidad de aquella criatura. —Es perfecta —murmuró, con voz grave pero cálida.
—Lo es —respondió Silphia con dulzura mientras observaba a su hija con ojos llenos de esperanza. —Será grande, lo sé. Será nuestra mayor alegría.
Pero mientras aquellos días transcurrían en risas y abrazos, nadie podía imaginar el torbellino oscuro que crecía en el alma de aquella niña.
A los cinco años, Domia ya mostraba un carácter que helaba la sangre de quienes la rodeaban. Caminaba por los jardines del palacio con la cabeza alta, su mirada altiva desafiando a todos, incluso a aquellos que la doblaban en tamaño y edad.
—¡Tú! —gritó un día a un niño noble que jugaba con un cachorro—. ¿Por qué te atreves a ensuciar mis jardines con tu presencia? No eres nadie. No vale nada.
El niño, paralizado por el miedo, dejó caer al cachorro que se escapó asustado. Domia rio con un sonido que parecía chirriar contra el viento.
Era como si en su mente, la crueldad se hubiera convertido en un juego. Disfrutaba humillando a los demás, viendo sus lágrimas como trofeos que acumulaba con un deleite que ningún niño de su edad debería haber conocido.
Pasaron los años y aquella niña se transformó en una joven de dieciocho años cuya presencia generaba más temor que respeto. Fue en esa edad que nació su hermana, Noor Kawano. Las celebraciones se repitieron, aunque con menor esplendor. La atención de la corte se dividió entonces entre la temida Domia y la recién llegada Noor, cuya dulzura contrastaba de manera hiriente con la amargura de su hermana mayor.
El tiempo avanzó y, con él, las leyes de Marciler exigían que Delteriza y Silphia eligieran quién sería la heredera al trono. La tradición dictaba que, si no había un varón, debía elegirse entre las hijas nacidas.
Aquella tarde, el salón del trono era un lugar solemne, envuelto en un silencio denso mientras Domia se presentaba frente a su padre.
—He tomado mi decisión —anunció Delteriza desde el trono, su voz resonando como un trueno apagado—. Noor será la próxima emperatriz de Marciler.
Domia sintió que su corazón se rompía en pedazos y al mismo tiempo, se encendía con una furia voraz. —¿Por qué? —gritó, su voz rasgando el aire—. ¿Por qué eliges a Noor? ¡Yo soy la mayor, yo tengo derecho al trono!
—No tienes derecho a nada más que a lo que te ganes —respondió Delteriza con frialdad, sus ojos clavados en los de su hija con la dureza del hierro—. Tu crueldad y arrogancia te hacen indigna de gobernar.
Las palabras de su padre atravesaron a Domia como lanzas envenenadas. Su rostro se torció en una mueca de desprecio y rabia. Sin pronunciar una palabra más, dio media vuelta y salió del palacio con pasos que parecían golpear la tierra con una ira incontenible.
Caminó sin rumbo, su mente ardiendo con pensamientos oscuros hasta que llegó al borde del Reino. Las sombras del atardecer se estiraban sobre el suelo como criaturas vivientes cuando se encontraron con un hombre de aspecto extraño.
— ¿Qué haces aquí, niña? —preguntó el desconocido, su voz era suave, casi hipnótica.
—No soy una niña —escupió Domia con fiereza—. Y no es asunto tuyo lo que haga.
El hombre río, una risa profunda y carente de alegría. —Oh, pero sí lo es. Porque veo en ti algo que otros no ven. Un deseo de poder tan ardiente que podría consumir el mundo entero.
Domia se detuvo, su mirada fulminante. —¿Quién eres tú?
—Un errante —respondió, inclinándose con una cortesía burlona—. Pero también alguien que puede darte aquello que deseas. Poder. Gloria. Venganza. Solo debes pedirmelo.
Los ojos de Domia se entrecerraron, escudriñándolo con desconfianza. Pero su ira y su ambición eran más fuertes que cualquier precaución. —Dame ese poder. Quiero que todas las naciones se arrodillen ante mí. Quiero que mi padre se arrepienta de haberme rechazado.
El errante alarmante y, de entre sus ropajes, extrajo un libro brillante que parecía vibrar con una energía propia. —Entonces, que así sea.
Sus manos se movieron con gracia mientras escribía en las páginas resplandecientes. Cada trazo parecía susurrar promesas que se fundían con la bruma de la noche.
—Desde este momento, Domia, tu destino quedará entrelazado con el poder que tanto anhelas. No habrá límites para lo que puedas lograr.
Y así, con aquel pacto sellado en palabras que relucían como estrellas, la senda de Domia quedó marcada para siempre.
El poder corrió por las venas de Domia como un río de fuego. Aquella fuerza recién adquirida no era simplemente algo que poseía; era parte de ella, latiendo con una intensidad que rozaba la locura.
Sus primeros pasos con aquel nuevo poder no fueron inciertos ni temerosos. Había pasado semanas ocultándose, perfeccionando sus habilidades hasta que cada conjuro, cada movimiento, se volviera una extensión natural de su voluntad.
Una noche sombría, sin luna, Domia decidió que había llegado el momento de cobrarse su venganza.
En las profundidades de un bosque maldito, donde el parecía susurrar secretos oscuros, Domia se arrodilló ante la tierra húmeda y empezó a recitar palabras antiguas. Su voz era un canto bajo y perturbador, resonando como un eco entre los árboles moribundos.
Editado: 02.08.2025