En la tienda de antigüedades, el ambiente era denso, cargado de emociones suspendidas en el aire como polvo que se rehúsa a asentarse. Todos los excompañeros de Biel estaban reunidos, sus rostros iluminados por la luz cálida de las antiguas lámparas de aceite que colgaban del techo. Frente a ellos, las pantallas brillaban con un resplandor misterioso, listas para mostrarles algo más allá de lo ordinario.
El anciano de la tienda, con sus ojos empañados por la sabiduría de los siglos y su voz cargada de solemnidad, se giró hacia el grupo.
—Bueno, chicos... ahora presenciarán algo épico y sentimental —dijo, dejando que sus palabras se asentaran como el eco de un presagio.
Rubí, con los ojos brillantes como cristales rojos vibrando de emoción, dio un paso al frente.
—¡Entonces, Biel va a…!
—Sí —interrumpió el anciano, con una sonrisa que escondía una mezcla de esperanza y nostalgia—. Él volverá al campo de batalla.
Las miradas se cruzaron entre los presentes. Algunos estaban boquiabiertos, otros apretaban los puños con fuerza, deseando que ese instante llegara ya. Las chicas, con corazones acelerados, ya no podían esperar más. Era como si sus almas compartieran una misma ansiedad, como si un lazo invisible los uniera todos a Biel en ese instante.
El anciano levantó una mano y apuntó a las pantallas.
—Ahora miren con atención...
Todos se sentaron rápidamente, sus ojos fijos en las imágenes que comenzaban a revelarse. Las pantallas, como ojos de un oráculo, enfocaron el majestuoso Reino de Claiflor. Una neblina matinal cubría las torres de piedra blanca, y los rayos del sol naciente se deslizaban por las ventanas del castillo como dedos dorados despertando a los durmientes.
Dentro de una de esas habitaciones, Biel yacía en una cama de sábanas de lino bordadas con hilos de plata. Su rostro estaba tranquilo, pero en su pecho dormía una tormenta. A su lado, Aine flotaba con expresión serena pero vigilante. El rey Hans y la reina Amelia permanecían cerca, sus rostros marcados por la tensión y la esperanza. El Dr. Óscar Pelsur, vestido con una túnica de curación, examinaba cuidadosamente a Biel.
—Al parecer, el joven Biel ya está estable —dijo Óscar, con una sonrisa leve—. En cualquier momento puedes despertar.
El rey soltó un suspiro de alivio, como si un peso de mil espadas se hubiera desprendido de su corazón.
—Gracias a los cielos... mi año está bien.
Aine, con un leve brillo de alegría en sus ojos, tomó aire profundamente.
—Gracias a Kael, pudimos sacar a Adalcacer de su mente. Cuando lo vuelva a ver, le daré las gracias personalmente.
La reina Amelia se acercó con firmeza.
—Prepárate todo para que Biel pueda partir hacia Lunarys en cuanto despierte. Será lo primero que hará. No queremos que se desespere, debemos apoyarlo. Ayudaremos en todo lo necesario.
Los soldados que custodiaban la puerta asintieron y partieron de inmediato a cumplir las órdenes, moviéndose con la prisa de quienes entienden que el tiempo es un enemigo silencioso.
En otro plano, en las profundidades oníricas de la conciencia, Biel flotaba en un mar de oscuridad. No había arriba ni abajo, solo un vacío infinito donde los pensamientos eran ecos lejanos y las memorias titilaban como estrellas moribundas.
Pero en ese abismo, una figura emergió como una isla en mitad de la tormenta.
Monsfil.
El Rey Demonio de la Destrucción Eterna lo observaba con una mezcla de orgullo y preocupación. Su silueta era imponente, envuelta en un aura crepitante de energía antigua y caos contenido.
—Portador... por fin despiertas —dijo con voz grave, tan profunda que hacía vibrar el aire a su alrededor.
Biel abrió los ojos lentamente, desorientado.
—¿Qué me pasó...? ¿Qué hago aquí...? ¡Deberías estar en Lunarys!
Monsfil alzó una mano calmada, como si pudiera detener una avalancha con un gesto.
—Por favor, tranquilízate, joven portador. Sufriste un percance. Alguien te sumió en un sueño profundo, como parte de un plan que te involucraba a ti... ya Lunarys.
Los ojos de Biel se abrieron como brasas encendidas.
—¡¿Alguien me durmió?! ¡¿Por qué?! ¡¿Quién fue?!
Monsfil ladeó la cabeza, con una mueca tumba.
—Lo hizo Adalcácer. Uno de los Ocho Males de Molpiur. Es el portador del Sueño Eterno. Ellos estaban tramando algo... pero gracias a Kael, fue expulsado de tu mente. Sus aviones fueron destruidos. No creo que interfieran de nuevo... al menos no por ahora.
Biel bajó la cabeza, sus puños apretados con furia contenida.
—Entonces... debo encargarse de él y los otros Males... pero ahora no es el momento. Domia está atacando a Lunarys. Tengo que regresar. ¡No puedo perder tiempo!
Monsfil avanzando con una sombra de aprobación.
—Bien dicho. Ellos pueden esperar. Domia es la prioridad. Tus amigos te necesitan. La batalla ha comenzado y tú... eres la clave para cambiar el destino de este mundo.
Biel levantó la mirada, sus ojos ahora como carbones ardientes.
—Gracias por tu poder, Monsfil... y por tus enseñanzas.
El Rey Demonio sonó, y por un instante, en ese rostro marcado por la destrucción, hubo un destello de ternura.
—No tienes que agradecerme. Eres mi sucesor, portador de mi herencia. Si alguien puede desafiar a Domia... eres tú.
Biel dio un paso al frente, y las sombras de su subconsciente comenzaron a disiparse como niebla ante el amanecer.
—Entonces... yo voy. Tengo que despertar. ¡Mis amigos me esperan!
Monsfil asintió solemnemente.
—Cuídate, joven... y haz temblar la tierra con tu regreso.
Un vendaval de luz envolvió a Biel mientras su cuerpo desaparecía de ese mundo interior. El sueño había terminado. El guerrero despertaba.
Y con su despertar, el campo de batalla volvería a arder.
En la tienda de antigüedades, todos los excompañeros se pusieron de pie. Las pantallas comenzaron a titilar, como si anunciaran la llegada de un cometa imposible de detener.
Editado: 02.08.2025