Fragmento de lo Infinito

Capítulo 69: El Nacimiento de una Nueva Calamidad

El silencio era insoportable. Como si el universo mismo contuviera el aliento.

El cuerpo de Thalgron, el Dios de la Guerra, yacía inerte, su sangre divina desvaneciéndose como humo estelar en el suelo resquebrajado. Su armadura, una vez símbolo de poder y orgullo, se había hecho añicos, fundida por un golpe que nadie vio venir. La guerra misma había sido silenciada con su caída.

Elaris, la Diosa de la Vida, se arrodilló a su lado. Sus ojos, que alguna vez brillaron con la calidez de los amaneceres eternos, ahora solo reflejaban horror y desesperanza. Las lágrimas caían pesadas, golpeando el suelo como si el cielo mismo llorara con ella.

—Thalgron… —susurró con la voz rota—. ¡No… no tú…!

Sus manos temblorosas intentaron cerrar las heridas del dios, pero la luz de la vida no respondió. Nada respondió. Por más que ella lo deseara, no podía devolver lo que Khios le había arrebatado. Ni siquiera ella, diosa entre dioses, pudo evitar esa muerte.

Veyrith, el Dios del Caos, observaba en silencio. Sus ojos encendidos como un incendio sin control, ahora titilaban como brasas consumidas. El caos que representaba parecía insignificante frente a la escena. Nyxaris, la Diosa de las Sombras, apretaba los labios, su forma sombría parpadeando con debilidad, como si el temor intentara devorarla. Xaltheron, el Dios del Vacío, permanecía inmóvil, sus ojos sin pupilas reflejando el cuerpo de su hermano caído.

Nadie decía nada.
Nadie se atrevía.

—...Un dios… cayó… —musitó Biel, su voz un eco sordo, perdido entre los escombros de la realidad.

Sus piernas flaquearon. El suelo parecía girar bajo él. Lo que había presenciado no era solo una muerte, era una profanación a la lógica del cosmos. Thalgron, un ser cuya fuerza podía mover montañas y romper mundos… había sido eliminado con una facilidad que helaba la sangre.

Y peor aún, esa cara.

Ese rostro...

Biel apretó los dientes. Las lágrimas se arremolinaron sin permiso en sus ojos.

—¿Por qué…? —susurró, su puño temblando junto a su costado—. ¿Por qué ese maldito demonio tiene el rostro de mi amigo...? ¿Por qué Bastián…?

Charlotte se acercó con paso lento, como si el aire pesara demasiado. Acalia, Yumi, Sarah, Xantle, Raizel, Ryder, Easton, Gaudel y Ylfur lo rodeaban, todos paralizados por el terror. Ninguno podía hablar. Sus corazones latían con la fuerza de un tambor de guerra que sabía que había perdido la batalla antes de comenzar.

Entonces, Khios los miró.

Y la temperatura pareció caer diez grados.

—Vaya, vaya… —dijo con una voz gutural, impregnada de burla—. ¿Así que esto es todo lo que un dios tiene? —Pateó con desdén el escudo roto de Thalgron—. Patético.

Se giró lentamente hacia los otros dioses, sus ojos llameando como brasas ardientes en un cráneo sin alma.

—Y miren a sus “hermanos” —escupió—. Paralizados. Temblando como niños perdidos. ¡Dioses que tiemblan ante la muerte! —soltó una carcajada tan cruel que retumbó como una campana agrietada—. ¿Dónde está su gloria? ¿Dónde está su eternidad?

Los dioses no respondieron. Pero algo se encendió en ellos: una chispa que brillaba entre el dolor y la vergüenza.

Xaltheron fue el primero en moverse. Extendió ambas manos al cielo y alzó una cúpula de energía oscura que cayó con un estruendo celestial sobre el campo. Una barrera de vacío absoluto, sellada por las leyes del abismo, surgió alrededor de Khios.

Dentro de ella, uno a uno, entraron los dioses: Xaltheron, Elaris, Nyxaris y Veyrith. Sabían que el mundo no resistiría una batalla de esa magnitud sin protección. El sacrificio era inevitable.

Elaris miró por última vez a los jóvenes. Su voz tembló como la de una madre antes de despedirse de sus hijos para siempre:

—Jóvenes… por favor. Dense prisa. Salgan de este lugar. Corran lejos y no miren atrás. Vamos a… a sacrificar nuestras vidas… por Thalgron.

Biel abrió los labios, pero no pudo pronunciar palabra. Su garganta estaba sellada por un nudo invisible.

—¡No, maestra! —gritó Acalia de repente, la voz quebrada como cristal—. ¡¿Por qué?! ¡No pueden hacer esto! ¡No pueden abandonarnos así!

Elaris esbozó una sonrisa triste. Una que llevaba siglos de amor, miedo y esperanza.

—Querida aprendiz… no te preocupes por mí. Esta… será la última vez que podamos hablar así. Prométeme que vivirás. Que protegerás a los que aún quedan…

—¡No! ¡No puedo! ¡No quiero! —Acalia corrió hacia ella, pero fue detenida bruscamente.

Ryder y Raizel la sujetaron, con fuerza, pero con el corazón roto.

—¡¿Qué hacen?! ¡Suéltenme! ¡Ella es mi maestra! —Acalia pataleó y golpeó, pero sus fuerzas se desmoronaban en llanto.

—No podemos… —dijo Ryder, sus ojos nublados por las lágrimas—. No podemos hacer nada...

Raizel solo bajó la cabeza, sin atreverse a hablar.

Elaris los miró una última vez, con ternura infinita.

—Cuídense… cuiden de este mundo, jóvenes. Lo que viene será más oscuro que todo lo que han conocido… pero ustedes aún tienen esperanza.

Dio un paso atrás. El espacio a su alrededor se deshilachó como papel ardido, cerrándose como una puerta celestial que nadie más podría cruzar.

Y entonces, desapareció dentro de la cúpula.

Un nuevo silencio cubrió el campo. Uno más profundo, más cruel, como si el mundo entero estuviera de luto.

Biel no podía moverse. El peso del recuerdo, del rostro de Bastián reflejado en Khios, lo sujetaba como grilletes invisibles.

—No puedo creerlo… —murmuró—. Todo esto… ¿realmente se ha ido tan lejos?

Yumi colocó su mano sobre su espalda, como un faro en medio de la niebla.

—Tenemos que alejarnos, Biel. No podemos hacer nada ahora. No así…

—Aun así… —respondió él, con la mirada baja—. Yo quería… quería salvarlo.

La voz le temblaba, como si cada palabra fuera un hilo delgado que estaba a punto de romperse.



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En el texto hay: juvenil, magia, fantasia sobrenatural

Editado: 29.09.2025

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