El Umbral de los Dioses ya no era el mismo.
Las columnas de cristal divino que una vez se alzaban como himnos congelados de eternidad ahora estaban agrietadas, fragmentadas por la furia de un solo dios. Los techos de constelaciones grabadas parpadeaban como velas a punto de extinguirse, y la gran bóveda estelar, símbolo de la armonía entre las deidades, crujía con un lamento antiguo, casi humano.
Solaryon, el Dios de la Luz, caminaba entre los restos flotantes del palacio como un sol encarnado que había perdido su órbita. Su mirada, habitualmente serena como un amanecer perpetuo, ardía con una rabia blanca que distorsionaba el espacio a su alrededor. Su piel dorada brillaba como si estuviera al borde de estallar en llamas puras, y cada paso suyo dejaba cicatrices en el suelo celestial.
—¡Ese bastardo de Khios me las va a pagar! —rugió, su voz un terremoto solar que hizo vibrar hasta los pilares del tiempo. —¡Nunca perdonaré a un mortal lo que acaba de hacer! Si es necesario... —alzando su cetro ardiente hacia el firmamento— ¡toda la tierra sufrirá el castigo de mi luz!
Un nuevo estallido de energía luminosa cruzó la sala como una lanza sagrada y destrozó parte del domo del Umbral. Sin embargo, como si el palacio mismo no aceptara su ruina, las paredes y techos se reconstruyeron en segundos, guiadas por una voluntad divina que rechazaba el caos. Aun así, la atmósfera se sentía tensa, quebradiza… como una sinfonía celestial al borde de un grito.
—Cálmate, Solaryon. —intervino Arselturin, el Dios de la Muerte, con voz grave y contenida, como la tierra misma al abrirse para tragar un cuerpo. Su túnica negra, hecha de la tela del silencio, se agitaba con una brisa fúnebre que nadie más sentía. —Mandar un castigo hacia la tierra no arreglará nada.
Se acercó un paso más, sus ojos huecos, oscuros como tumbas sin nombre, observando a su furioso hermano con solemnidad.
—Ese sujeto... Khios... no es un enemigo común. Ha matado a cinco de nosotros sin vacilar. No debemos perder los estribos ni sucumbir al odio. El odio... ya lo vimos una vez consumir a un dios.
Un silencio pesado como el plomo cayó sobre la sala. Nadie pronunció el nombre de aquel dios perdido. Nadie se atrevía.
—Arselturin tiene razón. —dijo Orivax, el Dios de la Sabiduría, desde su trono de códices vivientes. Su voz era como una brisa que arrastraba palabras olvidadas de civilizaciones extintas. Tenía el rostro inclinado hacia abajo, cubierto por la sombra de su capucha de nubes pensantes. Sus dedos temblaban levemente sobre los brazos del trono. —Aunque nuestros compañeros hayan caído… sus muertes no serán en vano.
Levantó la mirada y señaló una de las pantallas etéreas que colgaban en el vacío como lunas artificiales. En ella, Biel, ahora una figura oscura, envuelta en un aura de calamidad, combatía contra Khios en una danza de caos, luz y oscuridad.
—¡Miren bien! Ellos... se sacrificaron para que ese muchacho pudiera obtener el poder necesario para enfrentar esta amenaza.
Las imágenes mostraban los rostros de Elaris, Veyrith, Nyxaris y Xaltheron en sus últimos momentos, disolviéndose en energía que Biel absorbía con lágrimas aún ardientes en sus mejillas.
—Pero si Biel cae… entonces todos nosotros caeremos con él.
Chronasis, el Dios del Tiempo, giraba lentamente su bastón en espiral, donde mil relojes giraban en direcciones opuestas. Su voz era un eco entre siglos.
—Este suceso... jamás ocurrió en ninguna de las otras líneas temporales. Ni siquiera en las más improbables. Esta línea… —su mirada se deslizó como arena cósmica hacia Vaelthar— ...ha sido alterada. Y eso ha hecho que el destino cambie. ¿No es así, Vaelthar?
Vaelthar, el Dios del Destino, no respondió de inmediato. Su cuerpo etéreo, hecho de constelaciones vivas, parpadeaba con confusión. Era el tejedor de caminos, el bordador de los hilos del mañana. Pero sus manos estaban quietas. Su telar sagrado… detenido.
—Lo es… —susurró, con una voz como el crujir del universo al ser reescrito. —Aunque yo soy el dios del destino… no pude prever esto. El hilo de Khios… era invisible. Y el de Biel… se convirtió en uno que no puedo tocar. Como si... ya no perteneciera a este tapiz.
Orivax alzó su rostro por fin. Su mirada, normalmente serena, estaba húmeda. La sabiduría no era consuelo suficiente para el dolor.
—Si Biel no gana en los próximos cinco minutos… no tendremos otra opción. Tendremos que usar… aquella técnica prohibida.
El aire se volvió más denso. Incluso el tiempo pareció contorsionarse, estremecido por la sola mención de aquella opción. El recuerdo de lo que implicaba esa técnica se grabó como fuego en las almas de los presentes.
—No… —susurró Solaryon, apretando los dientes con tanta fuerza que la luz de su aura fluctuó peligrosamente— no podemos… no otra vez.
—Si Biel falla... no tendremos elección. —replicó Chronasis— Toda la creación se verá arrastrada al Vacío.
Arselturin entrecerró los ojos.
—Prefiero sacrificarme antes de invocar ese poder de nuevo.
La tensión entre ellos podía cortarse con un suspiro. El Umbral de los Dioses, que durante milenios fue bastión de armonía y vigilancia, ahora era un campo de luto, de decisiones amargas y fe desesperada.
En la pantalla, Biel gritaba, su cuerpo deformado por la energía de las calamidades, su rostro irreconocible… pero su mirada intacta. Una mirada humana. Una mirada que sangraba voluntad.
—¡Aguanta, muchacho…! —murmuró Orivax, cerrando el puño con fuerza— ¡Solo un poco más!
Vaelthar se llevó una mano al pecho, y por un instante, una de sus galaxias interiores palpitó con dolor.
Editado: 02.08.2025