En el corazón del palacio de Claiflor, donde los tapices de oro y cristal aún narraban epopeyas de un pasado más luminoso, el silencio se rompió con un sobresalto.
Keshia se sujetó el pecho con ambas manos, como si su corazón hubiese estallado dentro de su cuerpo. Cayó de rodillas en medio de su habitación, jadeando. El dolor era distinto a cualquier otro. No físico. No mágico. Era como si una grieta invisible se hubiese abierto en su alma, como si un hilo que la mantenía unida a alguien... hubiera sido arrancado con violencia.
—Biel… —susurró, su voz quebrada, temblando como una hoja al viento.
No esperó más. Sin importarle que aún estuviera en ropa de descanso, atravesó los pasillos del palacio como un relámpago dorado, dejando chispas eléctricas tras de sí. Criados y guardias apenas lograron apartarse antes de que un trueno humano los superara.
El gran salón estaba desierto, pero ella sabía dónde encontrarlo.
Subió la escalera en espiral que conducía al mirador real. Cada peldaño parecía más largo que el anterior. Cuando llegó a la cima, jadeando, la puerta estaba entreabierta. Una brisa fría la recibió… y junto a ella, el rostro de su padre.
El rey Hans, monarca de Claiflor, estaba de pie en el balcón, los hombros caídos, la corona apenas sostenida sobre su cabeza inclinada. Sus ojos, normalmente tan llenos de firmeza, estaban inundados de lágrimas que no caían, sino que ardían.
Keshia se acercó lentamente, aún con una mano sobre su pecho.
—Padre… —dijo, con la voz apenas más fuerte que un suspiro— Sentí algo… algo que me atravesó el alma. Un dolor que no es natural. Un... grito silencioso. Algo está pasando con mi querido Biel.
Hans giró su rostro hacia ella, y en ese instante, Keshia supo que lo que temía... era real.
—Hija… —dijo con una voz envejecida por la pena— El fin ha llegado. Todo por lo que luchó mi yerno… se extinguirá. Y no quedará huella alguna de lo sucedido.
—¿Qué…? —Keshia frunció el ceño, dando un paso al frente— ¿Qué estás diciendo, papá? ¿Qué quieres decir con que se extinguirá? ¡No digas eso!
Hans extendió la mano, temblorosa, señalando al horizonte.
—Mira, hija… allá, donde la tierra se curva y el cielo se tiñe de muerte.
Keshia entrecerró los ojos. A lo lejos, más allá de los valles y montañas, más allá de donde los mapas conocían, una columna de energía oscura ascendía como una lanza clavada en los cielos. Era una aura que se retorcía, como una criatura viva hecha de odio, tristeza y caos. Sombras moradas pulsaban en su núcleo, emitiendo un zumbido que parecía susurrar a través del viento, una letanía de muerte.
—Esa aura… no puede ser… —Keshia retrocedió un paso, como si la oscuridad misma le hubiera arañado la piel— ¿Qué clase de magia es esa?
—No es magia… —dijo Hans, su voz quebrada como cristal al caer— Es desesperación… Es el corazón de Biel gritando porque… lo perdió todo. Todos sus amigos… han muerto.
—¡¿Qué?! —Keshia sintió como si un rayo la hubiese atravesado— ¡Eso no puede ser! ¡Eso es mentira!
Los nombres brotaron de sus labios, como un rezo desesperado.
—Sarah… es una vampira inmortal… Raizel, un ángel celestial… Ryder, un espíritu elfo… Acalia y Yumi, bendecidas por dioses… Ylfur, un demonio de alto rango… Xantle y Easton, magos prodigiosos… Gaudel, el del ojo mágico… Charlotte, su hermana… ¡No pueden haber muerto todos! ¡Es imposible!
—Pero ha ocurrido… —Hans cerró los ojos— El mundo que Biel conocía se ha derrumbado. Y de esas ruinas, surgió un nuevo poder dentro de él… Un poder de destrucción pura.
—¡No…! —Keshia cayó de rodillas— ¡No puede ser! ¡Él… él no es un monstruo! ¡Es humano! ¡Tiene un corazón noble!
—Ya no sé si eso será suficiente para sostenerlo… —murmuró Hans— Si se pierde en ese dolor… no quedará nadie que pueda salvarnos.
Keshia se levantó con furia, su cabello chispeando electricidad, sus ojos brillando como tormentas.
—¡Entonces iré con él! ¡No dejaré que se consuma! ¡No permitiré que olvide quién es… y se convierta en un monstruo!
Hans la sujetó de los hombros con fuerza.
—¡Hija, no! Si vas, morirás. Esa aura… está consumiendo la vida a su paso. No quiero perderte también. ¡No así!
—¿Y quieres que me quede aquí… esperando a morir sin hacer nada? —gritó Keshia, lágrimas de rabia y amor brotando— ¡Si vamos a morir, que sea a su lado! ¡Prefiero morir tratando de salvarlo que vivir sabiendo que lo abandoné!
En ese momento, la puerta se abrió suavemente.
La reina Amelia, vestida con su bata nocturna y los ojos aún húmedos, entró con paso firme. Se colocó junto a Hans y miró a su hija con una ternura devastadora.
—Ve, hija mía —dijo con voz serena— No te preocupes por nosotros. Si hay una chispa de salvación, esa eres tú.
—¡Amelia! —exclamó Hans, mirándola con dolor— ¡No podemos enviar a nuestra hija a una muerte segura!
—Hans… —la reina tomó su mano, con firmeza— Biel es la esperanza de este mundo. Si él se pierde… estamos condenados. Tal vez… tal vez nuestra hija pueda devolverle la luz. Aunque solo sea una chispa.
Keshia lloró en silencio. Se lanzó a los brazos de su madre, aferrándose con la desesperación de quien sabe que quizás no volverá a sentir ese calor.
—Te amo, mamá… —susurró.
Amelia la besó en la frente.
—Y yo a ti, mi valiente rayo de esperanza.
Keshia se volvió a su padre. Hans intentó hablar, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Ella lo abrazó con fuerza.
—Papá… sé que duele. Pero si muero… al menos sabrás que luché. Que no me rendí. Que hice algo.
Hans no pudo más. La abrazó como si pudiera retenerla con la fuerza del amor solo.
—Te amo… te amo tanto…
Keshia se separó lentamente, y con un gesto, activó su magia.
El cielo estalló en luz. Su cuerpo se envolvió en rayos dorados, sus ojos chispearon como soles y sus pies apenas tocaron el suelo. Era una cometa de furia, de ternura, de resolución.
Editado: 02.08.2025