“Donde duerme la leyenda, nace el destino”.
Dos mil años habían pasado desde que Biel, el Héroe del Eclipse, entregó su vitalidad para reconstruir no solo el universo, sino el megaverso entero. Lo hizo sin lamentos, sin gloria, con una sonrisa cansada y una promesa ardiente:
—Volveré... y cuando lo haga, tomaré mi espada. Entonces, juntos, viviremos nuevas aventuras.
Y el mundo no lo olvidó.
Las eras se sucedieron, los imperios cambiaron de rostro, pero las ciudades que Biel había salvado, Lunarys y Marciler, se alzaban ahora como monumentos vivientes. Claiflor había crecido como un árbol cósmico, sus ramas extendiéndose en rutas comerciales, puentes flotantes y alianzas entre continentes. Las torres encantadas de antaño ahora coexistían con rieles de cristal suspendidos en el aire. Las farolas mágicas, impulsadas por núcleos de energía espiritual, flotaban como luciérnagas suspendidas en las avenidas.
Las calles empedradas aún susurraban a los atentos. Contaban de dragones vencidos, cielos rasgados, y de un joven que desafió al Vacío y regresó entero. En cada escuela, los profesores pronunciaban su nombre como si acariciaran una joya antigua.
Pero por encima de todas esas maravillas, por encima de Lunarys y Claiflor, incluso más allá del renacido Marciler, existía una ciudad que no solo recordaba al héroe… lo esperaba.
Renacimiento.
La ciudad del eclipse eterno. La ciudad que vivía mirando una espada clavada en el corazón de su plaza central, reluciente, intacta, inviolable. Nadie podía moverla. Ni los descendientes de reyes, ni los magos del Círculo Solar. Nadie.
Sólo él.
Y todos lo sabían. Porque él lo prometió.
A las afueras de Renacelia, donde los campos aún olían una cosecha y los vientos acariciaban las espigas doradas como si tocaran un piano de trigo, un pequeño pueblo resistía al paso del tiempo. No por ignorancia, sino por decisión. Allí, donde los carros flotaban junto a carretas de madera, donde los hologramas se proyectaban sobre manteles bordados, donde la magia no había sido sustituida sino adoptada… algo estaba a punto de despertar.
Una cabaña de piedra y metal bruñido, rodeada de flores que abrían los pétalos sin luz solar, tembló levemente.
—¡Está naciendo! —gritó una voz entre jadeos y suspiros—. ¡Ya casi... ya casi!
La madrugada se estremeció como si la misma tierra contuviera el aliento.
Dentro, tres mujeres asistían al parto. Una sostenía un cuenco de agua con esencia de luna; otra apretaba la mano de la madre, quien sudaba copiosamente, su rostro encendido de esfuerzo y amor. La tercera, la comadrona principal, se encontraba entre las piernas de la parturienta, sus dedos envueltos en una tenue luz blanca.
—Empuja, Anira. Vamos… una vez más, cariño. —su voz era dulce, pero firme como el mármol.
La madre gritó. No de dolor, sino de pura determinación. Como si desde su garganta brotara un rayo que rasgara el tiempo.
Y entonces, lo imposible ocurrió.
Una oleada de energía espiritual barrio la habitación. Las lámparas titilaron como luceros sorprendidos, y por un instante, las paredes se llenaron de ecos —ecos de batallas pasadas, de nombres olvidados, de promesas eternas.
—¡Ya viene… ya viene! —gritó la comadrona.
El primer llanto rasgó la madrugada.
No fue un llanto cualquiera.
Era el canto del renacer.
—¡Lo tengo! —dijo la comadrona, entre lágrimas—. Es un niño…
El bebé, bañado en luz amniótica y energía latente, agitó los brazos como si quisiera volar. Su piel tenía el tono dorado de los amaneceres sobre Lunarys, y su cabello, aún húmedo, parecía absorber la luz de las lámparas espirituales. Pero lo más extraño… lo más impactante… fueron sus ojos.
—¡Dioses…! —susurró la asistente que había traído el agua—. Esos ojos...
Apenas abiertas, reflejaban galaxias.
Eran grises, sí, pero no un gris común. En ellos danzaban espirales, ecos de estrellas, fragmentos de memoria. Eran pozos infinitos que gritaban sin voz: "He vuelto".
La madre, con el rostro empapado, estiró los brazos.
—¿Está bien…? —preguntó con un hilo de voz.
La comadrona no podía dejar de mirar al niño. Tenía miedo de hablar, como si hacerlo pudiera romper el hechizo.
—Está más que bien… —dijo, con una sonrisa temblorosa—. Está lleno de vida… pero hay algo más. Algo que… que no puedo explicar.
El niño dejó de llorar.
Abrio los ojos del todo. Y por un segundo, todas en la habitación sintieron lo mismo: una presión antigua, suave pero imponente, como si un rey hubiera entrado a la sala sin necesidad de anunciarse.
Una brisa invisible acarició los cabellos de las mujeres. Las velas se encendieron solas. Las campanas del pueblo, dormidas por siglos, comenzaron a sonar.
Ding... ding... ding...
Una, dos, tres veces.
El viento arrastró los pétalos de las flores del campo, que entraron flotando por la ventana como una procesión sagrada. La noche se deshizo en auroras. Y el tiempo… el parecía tiempo detenerse.
—No es un niño común… —susurró la comadrona a la madre, colocando al pequeño en sus brazos—. Es una promesa... una promesa que ha regresado.
La madre acarició la mejilla del bebé. Él, como si la reconociera, sonriendo.
—Hola, mi amor… —susurró ella—. Bienvenido de nuevo.
En lo alto del cielo, una nube con forma de eclipse parcial cruzó la luna. Y en la ciudad de Renacelia, la espada del héroe brilló por primera vez en milenios.
Una luz tenue. Azul.
Pero para aquellos que la esperaban, fue como ver al sol amanecer en medio de la noche.
En las casas cercanas al centro de Renacelia, viejos sabios despertaron con el corazón latiendo al borde del pecho. Una anciana guardiana, cuya familia había cuidado la espada del eclipse durante 50 generaciones, se sentó en su silla de roble y murmuró:
—Ha regresado…
En la biblioteca del Instituto de Historia Mágica, un libro se abrió solo. Era un tomo sellado con magia temporal, escrito por el mismísimo Veyrith, el dios del Caos.
Editado: 02.08.2025